PACO ARANDA/MÁLAGA
¿Qué celebramos en la Semana Santa? ¿Qué contemplamos? ¿Qué dejamos
que, lentamente, a través de gestos comunes y de una contemplación individual,
en oficios o procesiones, en la celebración compartida o en la oración y la
reflexión individual nos toque profundamente?
El servicio. El
Jueves Santo la liturgia recoge preciosamente el lavatorio de los pies como
expresión de una lógica alternativa, la de quien, siendo el primero, se ciñe
una toalla a la cintura, lava los pies a los suyos y les invita a hacer lo
mismo. ¿Qué hace este gesto tan denso? La inversión de categorías, donde el
grande se hace pequeño y enaltece a los humildes. La gratuidad de un gesto
aparentemente innecesario. La llamada a vivir desde esa misma lógica. En un
mundo en que parece que el gran éxito en la vida es ser servido, esta llamada a
lavar los pies polvorientos del amigo resulta, cuanto menos, una provocación.
La fraternidad. También el Jueves Santo explicitamos la celebración del amor fraterno.
Recorremos partes de la oración de Jesús en el evangelio de Juan, nos sentimos
amigos y no siervos. Compartimos una misma mesa, y en ese gesto nos encontramos
llamados a vivir en plenitud. Nos reconocemos hijos de un mismo Padre, y, en consecuencia,
hermanos. La comensalidad, propia de lo celebrativo en todas las culturas, se
explicita aquí como hermandad, como la experiencia de estar vinculados por un
amor común que recibimos incondicionalmente.
La entrega eucarística. Dar la vida no es morir, sino vivir de una manera determinada,
dándose día a día –hasta la muerte si hace falta. Esto es lo expresado
definitivamente en la Eucaristía. El darse sin reservas. El com-partirse para
los otros. El derramarse de una manera fecunda. Ese es el sacerdocio de Jesús,
en el que la entrega es de uno mismo. Y es también ese sacerdocio el que
conmemoramos el Jueves Santo.
Las encrucijadas vitales. La hora santa, con su evocación de la agonía de Jesús en el Huerto,
es un precioso reflejo de nuestras propias incertidumbres. A veces por cosas
muy cotidianas. En otros momentos por la necesidad de tomar decisiones
trascendentales... el hecho es que en ocasiones también nosotros pasamos por
esas vacilaciones. A Jesús lo acompañamos en una situación límite. Le vemos en
la tesitura de huir o seguir, de resistirse o ser coherente con aquello que
lleva proclamando con su vida durante largo tiempo, de rebelarse o aceptar lo
que viene. Y en su respuesta valiente vemos también un reto y una llamada para
nuestros propios dilemas, para las situaciones en que hemos de optar, para
tantas veces en que a la luz del evangelio nos sentimos urgidos a algo difícil.
El sufrimiento y la soledad. Todo el Viernes Santo es un día árido. Viendo a Jesús juzgado por
los poderes religiosos y políticos de su época, abandonado por muchos de sus
amigos, nos asomamos al dolor. Acompañando a Jesús camino de la cruz (Via
Crucis), nos toca intuir la indiferencia de unos, la compasión de otros... A
veces nos sentiremos como ese Cirineo que carga con la cruz, y otras como
Verónica que seca el rostro de Jesús. Podemos reconocernos en un gobernador
romano más pendiente de lo conveniente que de lo justo. Tal vez estemos
escondidos, entre la muchedumbre, temerosos de ser señalados como amigos de
este criminal sin delito. O quizás nos asomemos, de puntillas, al dolor y al
abandono en que parece estar sumido Jesús. Y en el camino, también reconocemos
nuestras propias cargas, algo que nuestro mundo no nos prepara demasiado para
vivir. Hoy en día, cuando parece que en todo momento hay que «estar bien», la
contemplación de la agonía del Justo resulta un desafío y una escuela.
La cruz. La
adoración de la cruz el Viernes Santo, tras haber escuchado la lectura de la
Pasión, es uno de los momentos más significativos de la liturgia. No adoramos
un trozo de madera, ni prestamos macabra reverencia a un instrumento de muerte.
Para nosotros la cruz es mucho más que eso. Es el espacio donde se abrazan las
víctimas y su liberador. Es el lugar donde los que padecen, por la injusticia,
por el odio, por el mal que atraviesa nuestro mundo, se encuentran con el
inocente que viene a salvarlos. La cruz nos habla de un dolor que atraviesa
nuestro mundo. Nos invita a alzar la mirada con honestidad y percibir las
fisuras y las heridas que golpean y mutilan. Nos habla de fracasos y de
rechazo, de pecado y de un Dios que parece callar.
La espera. El
sábado santo es el tiempo del silencio y la espera. Cuando parece que nada
puede pasar. Cuando lo que queda es la nostalgia por lo que parece perdido, y
la incertidumbre ante lo que pueda llegar. Tiene mucho de rutina y hábito.
Tiene mucho de confianza sin pruebas. Es creer sin saber, anhelar sin exigir,
buscar sin plazo. Es el tiempo de los discípulos asustados, de María Magdalena
inquieta... el tiempo de calma insegura de quienes le han condenado. Muchas
veces nosotros mismos podemos vivirnos en este tiempo... cuando las heridas son
lejanas, pero la cura no termina de llegar; cuando la esperanza parece
estrellarse con la realidad; cuando el dolor ya no quema, pero sigue ahí,
cuando la ilusión parece domesticada o rendida.
La Vida. Y
entonces llega la palabra definitiva de Dios. «No busquéis entre los muertos al
que vive». Hasta aquí hemos ido asomándonos a una historia que parece tremendamente
exigente, trenzada con dolor, con cruz, con encrucijadas en las que no es fácil
elegir lo que parece correcto. Podría decirse que todo invita hasta aquí a una
seriedad definitiva, a una solemnidad absoluta y a una circunspección
inevitable. Sin embargo es la celebración de la resurrección lo que ilumina con
fuerza invencible todo lo anterior. La palabra última de Dios es una palabra de
vida. La muerte no ha vencido al Justo. La cruz está vacía, y las víctimas de
la historia están desclavadas. Hablamos entonces de salvación y de liberación.
La sombra y la tiniebla dan paso a la luz, la noche al día, el llanto al
júbilo.
A veces es más fácil sentirse en sintonía con lo que hemos celebrado
los días anteriores, y parece en cambio lejana esta alegría imbatible. Parece
que es más posible empatizar con la experiencia de la soledad o el dolor, y
cuesta más el salto de fe hacia la afirmación definitiva de la resurrección. Y,
sin embargo, es la clave de todo el edificio, la única que le da sentido a todo
lo anterior, al servicio sin condiciones, a la entrega radical, a la soledad o
a la cruz.
Conclusión
Al acercarse estas fechas, una vez más, nos disponemos a celebrar el
Misterio central de nuestra fe. No, no es lo de siempre, porque cada vez somos
distintos, o llegamos con una carga diferente. Porque un año estamos heridos, y
al siguiente nos sentimos pletóricos, unas veces nos toca celebrar cansados,
otras exultantes y otras envueltos en el ritmo cotidiano, sin tiempo para
grandes emociones. A veces tenemos preguntas y otras una fe calmada. Un año la
vida nos sonríe y otros parece que el mundo se nos pierde. Al final emerge la
gran esperanza
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro,
tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y la potencia del
pecado, la ley. Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro
Jesucristo
1 Corintios
15:55-57)
Paco Aranda
Fuente: vía e-mail