No hay sociedad libre si
la cultura y su transmisión están en manos del poder
Javier Úbeda Ibáñez
No
hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si
el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio
de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para
construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y
la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de
la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado
la función de dirigir la cultura y su transmisión.
Si
el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre
y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado.
La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto
cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y
principal de la cultura.
Y
lo peor es que la víctima de todo es el niño, el joven.
Nada
de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba
desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el
Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del
Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado
debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza.
La
libertad de enseñanza, como derecho natural que es, debe ser respetada en
cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere
una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.
Por
eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de
pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de
comunicación, de palabra.
Una cosa es la igualdad
de oportunidades y otra la tesis de que el Estado tiene el monopolio del
derecho a la educación
Javier Úbeda Ibáñez
No
faltan quienes en materia educativa reducen todo al principio de la igualdad de
oportunidades, es decir, a algo que esencialmente nadie niega en el momento
presente. Pero una cosa es la igualdad de oportunidades y otra la tesis de que
el Estado tiene el monopolio del derecho a la educación. Tal monopolio no se
justifica por la mencionada igualdad. Porque la obligación de hacer posible que
todos los ciudadanos se eduquen —una obligación del Estado, sin duda alguna— no
autoriza a afirmar que todos los centros educativos hayan de ser estatales.
Para resolver los problemas económicos implícitos en el derecho de todos los
ciudadanos a ser educados, no hace ninguna falta que sean instituciones
estatales los centros de educación.
Libertad religiosa
Javier Úbeda Ibáñez
Como
afirma Gabrio Lombardi (jurista, político y profesor italiano), «fue el propio
cristianismo quien puso la libertad religiosa como cimiento de la civilización
fundada sobre la afirmación de la existencia de un ámbito en el cual el poder
político no tiene derecho a entrar: la conciencia de la persona».
La
declaración Dignitatis humanae
(07.XII.1965), la declaración fundamental del Concilio Vaticano II sobre la
libertad religiosa, en su n. 2 nos da el sentido esencial del concepto: «Este
Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad
religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes
de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de
cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni
se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe
conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de
los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa
está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se
la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este
derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el
ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en
un derecho civil».
San
Juan Pablo II, en el n. 47 de su carta encíclica Centesimus annus,
dice que «fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la
libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe
y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona».
El
Papa san Juan Pablo II recuerda que la libertad religiosa es un derecho, el
primero de los derechos humanos, fundado sobre la dignidad del ser humano
creado a imagen y semejanza de Dios: Un derecho… «en función de un deber. Más
aún como afirmó muchas veces mi predecesor Pablo VI (hoy, san Pablo VI), es el
más fundamental de los derechos en función del primero de los deberes, como es
el deber de moverse hacia Dios en la luz de la verdad con aquel movimiento del
espíritu que es el amor, movimiento que se enciende y se alimenta solamente con
aquella luz».
«La
verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha
querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque
espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a este, alcance la
plena y bienaventurada perfección» (constitución pastoral Gaudium et spes,
n. 17).
«Ciertamente,
la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no
es solo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad
misma del hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción
que ellas tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su
violación contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos»
(carta encíclica Redemptor hominis,
n. 17).
«Puesto
que el bien común de la sociedad, que es el conjunto de las condiciones de la
vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud
y facilidad su propia perfección, se asienta sobre todo en la observancia de
los derechos y deberes de la persona humana, la protección del derecho a la
libertad religiosa concierne a los ciudadanos, a las autoridades civiles, a la
Iglesia y demás comunidades religiosas, según la índole peculiar de cada una de
ellas, teniendo en cuenta su respectiva obligación para con el bien común»
(declaración Dignitatis humanae,
n. 6).
La
Declaración de los
Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las
Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2.1 establece que
«toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta
Declaración sin distinción alguna de (…) religión». El artículo 18, además,
indica que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de
conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de
religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o
creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la
enseñanza, la práctica, el culto y la observancia». El artículo 30, que cierra
la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos
en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o
actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la
misma Declaración.
Como
hemos recordado en el párrafo anterior, la misma Declaración Universal afirma
que la libertad religiosa «incluye la libertad de cambiar de religión o de
creencia»; además, varios documentos internacionales se han expresado en el
mismo sentido. A este propósito, deseamos mencionar aquí el Comentario General 22
del Comité de Derechos Humanos, relativo al artículo 18 del Pacto de Derechos
Civiles y Políticos, en el cual está escrito: «La libertad de tener o de
adoptar una religión o un credo incluye necesariamente la libertad de elegir
una religión o un credo y de sustituir aquel en el que actualmente se cree por
otro, o asumir una concepción atea». Hemos elegido este documento porque
interpreta auténticamente el artículo 18 y tiene valor vinculante para los
Estados partes de dicho Pacto.
El
derecho a la libertad religiosa es uno de los pocos derechos que el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos (1966) considera inderogables
incluso «en tiempo de emergencia pública que amenace la supervivencia de la
nación».
Ningún
texto internacional moderno presta tanto énfasis y concede tanto relieve como
el Acta Final de Helsinki a la
libertad religiosa. Según dicha Acta, elaborada por la Conferencia sobre la
Seguridad y la Cooperación en Europa y aprobada en la capital finlandesa en
1975, en el «Decálogo de los Principios que deben regir las relaciones entre
los Estados», que tras muy trabajosa elaboración llegaría a ser el decálogo de
la distensión durante la segunda mitad de la Guerra Fría, figura de manera
destacada el número VII, cuyo título y texto lo dice todo:
«Respeto
de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, incluida la libertad
de pensamiento, conciencia, religión o creencia. Los Estados participantes
respetarán los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos,
incluyendo la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia, sin
distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión. Promoverán y
fomentarán el ejercicio efectivo de los derechos y libertades civiles,
políticos, económicos, sociales, culturales y otros derechos y libertades,
todos los cuales derivan de la dignidad inherente a la persona humana y son
esenciales para su libre y pleno desarrollo. En este contexto, los Estados
participantes reconocerán y respetarán la libertad de la persona de profesar y
practicar, individualmente o en comunidad con otros, su religión o creencia,
actuando de acuerdo con los dictados de su propia conciencia. Los Estados
participantes en cuyo territorio existan minorías nacionales respetarán el
derecho de los individuos pertenecientes a tales minorías a la igualdad ante la
ley, les proporcionarán la plena oportunidad para el goce real de los derechos
humanos y las libertades fundamentales y, de esta manera, protegerán los
legítimos intereses de aquellos en esta esfera. Los Estados participantes
reconocen el valor universal de los derechos humanos y de las libertades fundamentales,
cuyo respeto es un factor esencial de la paz, la justicia y el bienestar
necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de cooperación
tanto entre ellos como entre todos los Estados. Respetarán constantemente estos
derechos y libertades en sus relaciones mutuas y procurarán promover,
conjuntamente y por separado, inclusive en cooperación con las Naciones Unidas,
el respeto universal y efectivo de los mismos.
»Confirman
el derecho de la persona a conocer y poner en práctica sus derechos y
obligaciones en este terreno. En el campo de los derechos humanos y de las
libertades fundamentales, los Estados participantes actuarán de conformidad con
los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y con la
Declaración Universal de Derechos Humanos. Cumplirán también sus obligaciones
tal como han sido definidas en los pertinentes acuerdos y declaraciones
internacionales en este terreno, incluyendo entre otros los Pactos
Internacionales de Derechos Humanos».
Los
constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en
el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de
las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del
derecho a la libertad de religión —y de otros derechos— se puede interpretar
como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de
una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la
Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece
razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los
límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el
ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe
garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia
religiosa.
Por
ambas fuentes —la eclesiástica y la civil— vemos que el papel del Estado en la
libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los
ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público,
pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en
contra de su conciencia.
Ya
se ve que el Estado debe garantizar, no reprimir ni menos aún obligar a recluir
la religión al ámbito de lo privado. Cualquier prohibición —de hecho o de
derecho— de las manifestaciones externas de la religión se debe considerar
contraria a la letra de la Declaración de los Derechos Humanos. Como se ve,
difícilmente se pueden justificar a la luz de la Declaración de los Derechos
Humanos una actitud del Estado en que se prohíba el uso de signos distintivos
de una religión, como el crucifijo o el velo en las mujeres musulmanas. También
se pueden considerar protegidas por el derecho a la libertad religiosa otras
manifestaciones, como la difusión de la propia religión ante otras personas, la
propaganda siempre que sea respetuosa, o las manifestaciones colectivas como
las procesiones, peregrinaciones y similares. El Estado que garantice a sus
ciudadanos el ejercicio de la religión en todas sus manifestaciones sigue
siendo, por ello, plenamente independiente de la influencia religiosa.
El
Estado está llamado a reconocer, defender y promover de modo real el ejercicio
de los derechos y libertades de los ciudadanos, cuidando del bien común y
resistiendo a la tentación de utilizar sus muchos instrumentos para favorecer
intereses particulares o, mucho peor, para coartar la libertad y los derechos
de muchos imponiendo unilateralmente la ideología de un determinado grupo
social, por ejemplo, el agnosticismo o el laicismo.
El
derecho a la libertad religiosa (se funda en la misma naturaleza de la persona)
es un bien precioso e indispensable para el desarrollo integral de la persona
humana y para la consecución del bien común de la sociedad. Pertenece ya al
patrimonio ético y jurídico de la humanidad como uno de sus elementos
fundamentales e irrenunciables.
La
libertad religiosa es un componente imprescindible del respeto a la libertad.
No
hay libertad que valga si no comienza por reconocer aquella que está más
directamente relacionada con las primeras y últimas creencias del ser humano.
Que naturalmente incluye la libertad del ateo o del agnóstico.
Al
reclamar la libertad religiosa es necesario hacerlo de manera igual para todos,
sin distinción de credo o afiliación. Es más, la libertad religiosa, como la
libertad sin más, saldrá muy beneficiada si su respeto es exigido por parte de
todos con respecto a todos.
Hoy
el hombre es menos libre a la hora de profesar un credo tanto en lo privado
como en lo público.
La
libertad religiosa no es un lujo sino una condición para la democracia.
En
Occidente la libertad religiosa se ve hoy limitada a menudo por imposiciones basadas
en leyes antidiscriminación o exigencias, a cambio de financiación pública, que
impiden a las instituciones o a las personas actuar de acuerdo con sus
convicciones. El cardenal George Pell recordó en una conferencia dictada en la
universidad australiana de Notre Dame que la
libertad religiosa no es una «concesión» del Estado.
Como
dijo el Papa Benedicto XVI en 2011, «la Iglesia no busca privilegios, ni
pretende interferir en ámbitos que no son de su competencia. Todo lo que
pedimos es desempeñar nuestra misión con libertad». En el fondo, en esto
consiste la libertad religiosa.
Fuente: vía email.