Película: Isenhart (2011)
¿Cuál era la respuesta de las personas europeas del siglo IX para conocer la verdad sobre un caso judicial donde no había pruebas ni testigos? Preguntarle a Dios...
Ante la consecución de un crimen con especial dificultad para aportar pruebas y desahogar un caso sin testigos de por medio, la cuestión es complicada: el acusado —la única persona que sabe realmente qué pasó— defenderá su versión hasta las últimas consecuencias, todo con la intención de salir libre de ser juzgado.
Entonces, ¿Cómo conocer la verdad sin más testigos, ni pruebas, más que las propias palabras, siempre a su favor, del acusado? La única respuesta certera para las personas europeas de los siglos IX al XII descansaba sobre un principio lógico tan evidente para entonces, como absurdo en la actualidad: había que preguntarle a Dios.
Se trataba de las ordalías, mejor conocidos como "Juicios de Dios", un procedimiento que durante más de cuatro siglos del Medioevo fue considerado el método por excelencia para resolver una controversia judicial especialmente complicada.
Las ordalías resultaban un método directo e inmediato; evidencia probatoria de la inocencia o culpabilidad del sujeto en cuestión, ante los ojos de cualquier persona.
El método era sencillo: el incriminado estaba obligado a pasar una prueba que incluía algún suplicio comúnmente relacionado con el fuego y las quemaduras, como caminar descalzo sobre carbones ardiendo, sujetar una barra de hierro al rojo vivo, meter la mano al fuego o sumergirse en agua hirviendo durante determinado tiempo. Si el enjuiciado lograba salir con vida o con heridas menores, se afirmaba que Dios había impedido su castigo y por lo tanto, lo consideraba inocente. De lo contrario, el sujeto era declarado culpable.
El pensamiento religioso que dominaba en la Edad Media consideraba a la divinidad como principio inequívoco de todas las cosas, de ahí que su voluntad rigiera la vida tanto espiritual como material. Los sacerdotes eran los encargados de ejecutar las ordalías, consideradas una representación tangible de lo divino, donde Dios habría de mostrar la verdad.
Al mismo tiempo, se trataba de un mecanismo efectivo de confesión, donde los sacerdotes, guiados a través del comportamiento de los enjuiciados, podían discernir si era inocente o culpable, aún antes de la prueba; ello gracias a la interpretación —consciente o inconscientemente— de sus señales corporales. El miedo, la seguridad o la incertidumbre que sentían antes de ser sometidos a la ordalía era un indicativo correcto de la verdad en la mayoría de los casos; no por una intervención divina, sino porque todos creían con vehemencia en los juicios de Dios como método para conocer la verdad.
Así, la mayoría de los criminales terminaban por aceptar su condena in extremis, justo antes de ser sometidos a la prueba, pues resultaba mejor confesar su delito y aceptar con resignación el suplicio, que negarlo y no sólo cargar con el castigo por el crimen, también por mantener una mentira frente a Dios. En cambio, los inocentes se mantenían estoicos, pues tenían la seguridad de que una vez frente al hierro al rojo vivo o las brasas ardientes, Dios habría de hacer justicia y –de alguna forma– evitar que cualquier castigo recayera sobre ellos, conservándolos intactos y mostrando su inocencia al mundo.
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