Santa Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la canción, un
corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina
imparcial, la misma fuerza, lo mismo... Todo su tambaleo en un trance de
éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el
embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su
propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa”. Una esposa en busca
de su amado, que sigue su rastro en la oscuridad, que se adentra con él
donde nadie puede verles.
El Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad abstracta, como
el dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana.
No solo habla con él sino que llega a describirlo físicamente: habla de
su cuerpo, de sus gestos, del color de sus ojos. Habla de él como la
esposa del Cantar lo hace de su amado. Y, como la esposa, también ella
busca un lugar escondido y secreto, donde recibirle, pues todo ese mundo
de visiones, arrobamientos y gozos inefables, ese mundo de hermosos
desatinos de los que ella da cuenta en sus escritos solo hablan del
cuerpo transfigurado por el amor.
Los pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común con
los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede
compartir, que solo le pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar.
Y los
delirios de Santa Teresa lejos de apartarla del mundo la
hacen soñar con una comunidad de iguales, una comunidad de mujeres. En
realidad, tan pronto se encuentra con Dios corre a reunirse con sus
monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí está el
Libro de la vida,
que es sin duda uno de los libros más extraordinarios, inclasificables y
deleitosos que se han escrito en nuestra lengua. Una Sherezade celeste
es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa Teresa no se limita a hablar con Dios sino que lo ve, y se ve
atravesada por él. Este es el famoso pasaje en que Santa Teresa describe
uno de esos encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo
en forma corporal... No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el
rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece
todos se abrasan... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin
del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por
el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me
parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de
Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan
excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay
desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es
dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo
algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y
Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que
miento... Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver
ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria,
que cuantas hayan tomado lo criado”.
Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla en sus trances
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada
en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y
adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en
esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas
canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca
porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse.
“El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente
en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”.
Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo
que habla Santa Teresa en sus trances.
“La poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino amantes. Pone
ramas de zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su amor
las manos que la buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso
sufre constantes trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese
camino de perfección. Se ha hablado de crisis epilépticas, de problemas
histéricos, de trastornos derivados de unas fiebres reumáticas mal
curadas y de otras dolencias reales o imaginarias. Pero su cuerpo es el
cuerpo de todos los seres heridos de los cuentos.
Los cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los demás, que no
fue sino lo que ella misma tuvo que sufrir a causa del origen judío de
su familia y de su condicion de mujer. Es la ley de los cuentos, que
nada esté completo, por eso su mundo está poblado de seres y lugares
rotos. Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar,
que viven presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o
que tienen que realizar las tareas más complicadas o visitar los reinos
más extraños.
Santa Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa de esos reinos.
Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender,
ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el
mundo y con su propia fe. Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer
frente a esos compromisos. Para ella, un convento es un lugar donde
vivir. De ahí su humor, la ironía que desprenden sus escritos. La ironía
transforma el templo en una casa.
Que nada esté completo es la ley de los cuentos, por eso su mundo está poblado de seres rotos
“No era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que la visita. Ese
ángel es una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego
de los niños, es el reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa
Teresa era un lugar diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el
papel sobre el duro jergón, ya que apenas había espacio para más. Es
curioso señalar a este respecto la importancia que tienen los
diminutivos en el
Libro de la vida. Se ha hablado de su valor
afectivo, y de cómo esa forma gramatical expresa el estado de pobreza
espiritual del alma que empieza su camino de perfección, pero su
verdadero significado es otro.
“Casa de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos en mil
contentos, una triste pastorcilla, estas maripositas de las noches...”,
todos esos diminutivos son su manera de mantenerse en ese reino de lo
pequeño esencial. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral,
lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos.
Su mundo es el mundo de graciosa afectividad de los villancicos y las
canciones populares.
Pero ¿no es la escritura también una forma de hacerse pequeña, de
desaparecer en ese silencio que es su sola razón de existir? Santa
Teresa no escribe porque se lo hayan pedido sus superiores, pues de ser
así ¿cómo sus palabras tendrían esa gracia, estarían tan llenas de
deseo? Escribir para ella es relacionarse con lo que desconoce. La
búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo que no
sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. Una respuesta a
preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la gracia para ella. Tal es
el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de
su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión
en poesía. Porque religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta es
la desgracia de las religiones). La religión nos ofrece respuestas; la
poesía nos enseña a amar las preguntas aun sabiendo que no pueden ser
contestadas.
Gustavo Matín Garzo es escritor.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2014/10/06/opinion/1412622335_645159.html
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