EDUCAR A LOS JÓVENES EN LA JUSTICIA Y LA PAZ
1. El
comienzo de un año nuevo, don de Dios a la humanidad, es una invitación a
desear a todos, con mucha confianza y afecto, que este tiempo que tenemos por
delante esté marcado por la justicia y la paz.
¿Con qué
actitud debemos mirar el nuevo año? En el salmo 130 encontramos una imagen muy
bella. El salmista dice que el hombre de fe aguarda al Señor «más que el
centinela la aurora» (v. 6), lo aguarda con una sólida esperanza, porque sabe
que traerá luz, misericordia, salvación. Esta espera nace de la experiencia del
pueblo elegido, el cual reconoce que Dios lo ha educado para mirar el mundo en
su verdad y a no dejarse abatir por las tribulaciones. Os invito a abrir el año
2012 con dicha actitud de confianza. Es verdad que en el año que termina ha
aumentado el sentimiento de frustración por la crisis que agobia a la sociedad,
al mundo del trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces son sobre todo
culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad hubiera
descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad la luz del día.
En esta
oscuridad, sin embargo, el corazón del hombre no cesa de esperar la aurora de
la que habla el salmista. Se percibe de manera especialmente viva y visible en
los jóvenes, y por esa razón me dirijo a ellos teniendo en cuenta la aportación
que pueden y deben ofrecer a la sociedad. Así pues, quisiera presentar el
Mensaje para la XLV Jornada Mundial de la Paz en una perspectiva educativa: «Educar
a los jóvenes en la justicia y la paz», convencido de que ellos, con su
entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo una nueva
esperanza.
Mi mensaje
se dirige también a los padres, las familias y a todos los estamentos
educativos y formativos, así como a los responsables en los distintos ámbitos
de la vida religiosa, social, política, económica, cultural y de la
comunicación. Prestar atención al mundo juvenil, saber escucharlo y valorarlo,
no es sólo una oportunidad, sino un deber primario de toda la sociedad, para la
construcción de un futuro de justicia y de paz.
Se ha de
transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor positivo de la vida, suscitando
en ellos el deseo de gastarla al servicio del bien. Éste es un deber en el que
todos estamos comprometidos en primera persona.
Las
preocupaciones manifestadas en estos últimos tiempos por muchos jóvenes en
diversas regiones del mundo expresan el deseo de mirar con fundada esperanza el
futuro. En la actualidad, muchos son los aspectos que les preocupan: el deseo
de recibir una formación que los prepare con más profundidad a afrontar la
realidad, la dificultad de formar una familia y encontrar un puesto estable de
trabajo, la capacidad efectiva de contribuir al mundo de la política, de la
cultura y de la economía, para edificar una sociedad con un rostro más humano y
solidario.
Es
importante que estos fermentos, y el impulso idealista que contienen, encuentren
la justa atención en todos los sectores de la sociedad. La Iglesia mira a los jóvenes
con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a defender el
bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el mundo y ojos capaces de
ver «cosas nuevas» (Is 42,9; 48,6).
Los
responsables de la educación
2. La
educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar –que viene
de educere en latín– significa conducir fuera de sí
mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a
la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades: la del adulto
y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar
abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe
de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no
simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca;
testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios
más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone.
¿Cuáles
son los lugares donde madura una verdadera educación en la paz y en la
justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros
educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. «En la familia
es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una
convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la
solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida
del otro»[1].
Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia y la paz.
Vivimos en
un mundo en el que la familia, y también la misma vida, se ven constantemente
amenazadas y, a veces, destrozadas. Unas condiciones de trabajo a menudo poco
conciliables con las responsabilidades familiares, la preocupación por el
futuro, los ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento
adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la
posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la
presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir
el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de
certezas que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando
juntos el tiempo. Deseo decir a los padres que no se desanimen. Que exhorten
con el ejemplo de su vida a los hijos a que pongan la esperanza ante todo en
Dios, el único del que mana justicia y paz auténtica.
Quisiera
dirigirme también a los responsables de las instituciones dedicadas a la
educación: que vigilen con gran sentido de responsabilidad para que se respete
y valore en toda circunstancia la dignidad de cada persona. Que se preocupen de
que cada joven pueda descubrir la propia vocación, acompañándolo mientras hace
fructificar los dones que el Señor le ha concedido. Que aseguren a las familias
que sus hijos puedan tener un camino formativo que no contraste con su conciencia
y principios religiosos.
Que todo
ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo trascendente; lugar
de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en
sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos.
Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la
compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una
sociedad más humana y fraterna.
Me dirijo
también a los responsables políticos, pidiéndoles que ayuden concretamente a
las familias e instituciones educativas a ejercer su derecho-deber de educar.
Nunca debe faltar una ayuda adecuada a la maternidad y a la paternidad. Que se
esfuercen para que a nadie se le niegue el derecho a la instrucción y las
familias puedan elegir libremente las estructuras educativas que consideren más
idóneas para el bien de sus hijos. Que trabajen para favorecer el
reagrupamiento de las familias divididas por la necesidad de encontrar medios
de subsistencia. Ofrezcan a los jóvenes una imagen límpida de la política, como
verdadero servicio al bien de todos.
No puedo
dejar de hacer un llamamiento, además, al mundo de los medios, para que den su
aportación educativa. En la sociedad actual, los medios de comunicación de masa
tienen un papel particular: no sólo informan, sino que también forman el
espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a
la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre
educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce
mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación
de la persona.
También
los jóvenes han de tener el valor de vivir ante todo ellos mismos lo que piden
a quienes están en su entorno. Les corresponde una gran responsabilidad: que
tengan la fuerza de usar bien y conscientemente la libertad. También ellos son
responsables de la propia educación y formación en la justicia y la paz.
Educar
en la verdad y en la libertad
3. San
Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem? - ¿Desea
algo el alma con más ardor que la verdad?»[2].
El rostro humano de una sociedad depende mucho de la contribución de la
educación a mantener viva esa cuestión insoslayable. En efecto, la educación
persigue la formación integral de la persona, incluida la dimensión moral y
espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la
que es miembro. Por eso, para educar en la verdad es necesario saber sobre todo
quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Contemplando la realidad que
lo rodea, el salmista reflexiona: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides?» (Sal 8,4-5).
Ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el hombre? El hombre
es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no
parcial, sino capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como un
don inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la inviolabilidad
de toda persona. Por eso, la primera educación consiste en aprender a reconocer
en el hombre la imagen del Creador y, por consiguiente, a tener un profundo
respeto por cada ser humano y ayudar a los otros a llevar una vida conforme a
esta altísima dignidad. Nunca podemos olvidar que «el auténtico desarrollo del
hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus
dimensiones»[3],
incluida la trascendente, y que no se puede sacrificar a la persona para
obtener un bien particular, ya sea económico o social, individual o colectivo.
Sólo en la
relación con Dios comprende también el hombre el significado de la propia
libertad. Y es cometido de la educación el formar en la auténtica libertad.
Ésta no es la ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, no es el
absolutismo del yo. El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de
nadie, que puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la
verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un
ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo, con Dios. La
auténtica libertad nunca se puede alcanzar alejándose de Él.
La
libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede entender y usar mal.
«En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra
educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del
relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida
sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se
transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando
a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente, dentro de ese
horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de
la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad
de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su
esfuerzo por construir con los demás algo en común»[4].
Para
ejercer su libertad, el hombre debe superar por tanto el horizonte del relativismo
y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más íntimo
de la conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a
la que debe obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del
mal, a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha
cometido[5].
Por eso, el ejercicio de la libertad está íntimamente relacionado con la ley
moral natural, que tiene un carácter universal, expresa la dignidad de toda
persona, sienta la base de sus derechos y deberes fundamentales, y, por tanto,
en último análisis, de la convivencia justa y pacífica entre las personas.
El uso
recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la justicia y la paz,
que requieren el respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se distancie
de la propia forma de ser y vivir. De esa actitud brotan los elementos sin los
cuales la paz y la justicia se quedan en palabras sin contenido: la confianza
recíproca, la capacidad de entablar un diálogo constructivo, la posibilidad del
perdón, que tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta conceder, la
caridad recíproca, la compasión hacia los más débiles, así como la
disponibilidad para el sacrificio.
Educar
en la justicia
4. En
nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos,
más allá de las declaraciones de intenciones, está seriamente amenazado por la
extendida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del
beneficio y del tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus
raíces transcendentes. La justicia, en efecto, no es una simple convención
humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley
positiva, sino por la identidad profunda del ser humano. La visión integral del
hombre es lo que permite no caer en una concepción contractualista de la
justicia y abrir también para ella el horizonte de la solidaridad y del amor[6].
No podemos
ignorar que ciertas corrientes de la cultura moderna, sostenida por principios
económicos racionalistas e individualistas, han sustraído al concepto de
justicia sus raíces transcendentes, separándolo de la caridad y la solidaridad:
«La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y
deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y
de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las
relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por
la justicia en el mundo»[7].
«Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6).
Serán saciados porque tienen hambre y sed de relaciones rectas con Dios,
consigo mismos, con sus hermanos y hermanas, y con toda la creación.
Educar
en la paz
5. «La paz
no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de
fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia
de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos,
el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua
de la fraternidad»[8].
La paz es fruto de la justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo don de
Dios. Los cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en Él, en su
cruz, Dios ha reconciliado consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos
separaban a unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única familia reconciliada en el
amor.
Pero la
paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra que se ha de
construir. Para ser verdaderamente constructores de la paz, debemos ser educados
en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad; hemos de ser
activos dentro de las comunidades y atentos a despertar las conciencias sobre
las cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la importancia de
buscar modos adecuados de redistribución de la riqueza, de promoción del crecimiento,
de la cooperación al desarrollo y de la resolución de los conflictos.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos
de Dios», dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt 5,9).
La paz
para todos nace de la justicia de cada uno y ninguno puede eludir este
compromiso esencial de promover la justicia, según las propias competencias y
responsabilidades. Invito de modo particular a los jóvenes, que mantienen siempre
viva la tensión hacia los ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar
la justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y verdadero, aun
cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.
Levantar
los ojos a Dios
6. Ante el
difícil desafío que supone recorrer la vía de la justicia y de la paz, podemos
sentirnos tentados de preguntarnos como el salmista: «Levanto mis ojos a los
montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?» (Sal 121,1).
Deseo
decir con fuerza a todos, y particularmente a los jóvenes: «No son las ideologías
las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es
nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es
realmente bueno y auténtico [...], mirar a Dios, que es la medida de lo que es
justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el
amor?»[9].
El amor se complace en la verdad, es la fuerza que nos hace capaces de
comprometernos con la verdad, la justicia, la paz, porque todo lo excusa, todo
lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Cor 13,1-13).
Queridos
jóvenes, vosotros sois un don precioso para la sociedad. No os dejéis vencer
por el desánimo ante las dificultades y no os entreguéis a las falsas soluciones,
que con frecuencia se presentan como el camino más fácil para superar los
problemas. No tengáis miedo de comprometeros, de hacer frente al esfuerzo y al
sacrificio, de elegir los caminos que requieren fidelidad y constancia,
humildad y dedicación. Vivid con confianza vuestra juventud y esos profundos
deseos de felicidad, verdad, belleza y amor verdadero que experimentáis. Vivid
con intensidad esta etapa de vuestra vida tan rica y llena de entusiasmo.
Sed
conscientes de que vosotros sois un ejemplo y estímulo para los adultos, y lo
seréis cuanto más os esforcéis por superar las injusticias y la corrupción,
cuanto más deseéis un futuro mejor y os comprometáis en construirlo. Sed
conscientes de vuestras capacidades y nunca os encerréis en vosotros mismos,
sino sabed trabajar por un futuro más luminoso para todos. Nunca estáis solos.
La Iglesia confía en vosotros, os sigue, os anima y desea ofreceros lo que
tiene de más valor: la posibilidad de levantar los ojos hacia Dios, de
encontrar a Jesucristo, Aquel que es la justicia y la paz.
A todos
vosotros, hombres y mujeres preocupados por la causa de la paz. La paz no es un
bien ya logrado, sino una meta a la que todos debemos aspirar. Miremos con
mayor esperanza al futuro, animémonos mutuamente en nuestro camino, trabajemos
para dar a nuestro mundo un rostro más humano y fraterno y sintámonos unidos en
la responsabilidad respecto a las jóvenes generaciones de hoy y del mañana,
particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices de paz. Consciente de
todo ello, os envío estas reflexiones y os dirijo un llamamiento: unamos
nuestras fuerzas espirituales, morales y materiales para «educar a los jóvenes
en la justicia y la paz».
Vaticano,
8 de diciembre de 2011
BENEDICTUS PP XVI
Notas
[1] Discurso a los
Administradores de la Región del Lacio, del Ayuntamiento y de la Provincia de Roma,
(14 enero 2011), L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (23 enero
2011), 3.
[2] Comentario al Evangelio de S. Juan, 26,5.
[3] Carta enc. Caritas in
veritate (29 junio 2009), 11: AAS 101 (2009), 648; cf.
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio
(26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.
[4] Discurso en la
ceremonia de apertura de la Asamblea eclesial de la diócesis de Roma
(6 junio 2005): AAS 97 (2005), 816.
[5] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, 16.
[6] Cf. Discurso en el
Bundestag (Berlín, 22 septiembre 2011): L’Osservatore Romano,
ed. en lengua española (25 septiembre 2011), 6-7.
[7] Carta enc. Caritas in
veritate (29 junio 2009), 6: AAS 101 (2009), 644-645.
[9] Vigilia de oración
con los jóvenes (Colonia, 20 agosto 2005): AAS 97 (2005),
885-886.
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