Álvaro de Córdoba, el beato, nació a mediados del siglo XIV, en Zamora (1360?) y murió en Córdoba el año 1430. Perteneció a la noble familia Cardona. Entró en el convento dominico de S. Pedro en Córdoba, en el año 1368. Fue un famoso y ardiente predicador, y con su ejemplo y sus obras, contribuyó a la reforma de la Orden, iniciada por el Beato Raimundo de Capua y sus discípulos. Después de volver de una peregrinación a Tierra Santa, quedó impactado en el corazón por el doloroso Camino del Calvario, recorrido por nuestro Salvador. Deseoso de vivir una existencia en soledad y perfección, donde poder templar el espíritu para un apostolado más provechoso, con el favor del rey D. Juan II de Castilla, del que era su confesor, pudo fundar a tres millas de Córdoba el famoso y observante convento de Sto. Domingo Escalaceli (Escalera del Cielo), donde había varios oratorios que reproducían la “vía dolorosa”, por él venerada en Jerusalén. Esta sagrada representación fue imitada en otros conventos, dando origen a la devoción tan bella del “Vía Crucis”, apreciadísima en la piedad cristiana. De noche, se retiraba a una gruta distante del convento donde, a imitación de su Sto. Padre Domingo, oraba y se flagelaba. Con el tiempo, ésta se convirtió en meta de peregrinaciones para los fieles. Poseía el don de profecía y obró milagros. Murió el 19 de febrero y fue sepultado en su convento. El Papa Benedicto XIV, aprobó su culto el 22 de septiembre de 1741.
Pasa primero su vida entre el claustro y la docencia en la
Universidad de Salamanca. En los albores del siglo XV deja la cátedra
para recorrer los senderos de España, Provenza, Saboya e Italia,
vibrante de inquietud y con dinamismo paulino, aguijoneado por la
urgencia del apostolado. Los tiempos son difíciles, malos; pasó la peste
negra asolando Europa y dejando los conventos vacíos que luego
intentaron llenarse con gente no preparada con lo que decayó la tensión
religiosa. La corrupción de costumbres es un hecho generalizado; los
pastores sestean. Hay, con ínfulas de legitimidad, tres tiaras; unos
obedecen como legítimo al papa de Avignón, otros al de Roma y otros al
que está en Pisa. A Álvaro le duele el alma; predica, observa, reza y
hace penitencia por la unidad tan deseada.
A su vuelta a España, lo nombran confesor de la reina Catalina de
Lancáster y de su hijo Juan II. Pero Álvaro deja pronto la corte porque
anhela la reforma dominicana. Ya obtiene los permisos para establecer
conventos reformados en los reinos de España; Martín V lo hace prior de
todos los conventos dominicos reformados en España; funda Escalaceli a
siete kilómetros de Córdoba, primero de los reformados de la Orden
dominicana que muy pronto se extenderá con Portaceli en Sevilla.
Enamorado de la Pasión de Cristo -la que le llevó a Tierra Santa- planta
pasos que recuerdan la Pasión de Jesús en la sierra de Córdoba desde
Getsemaní hasta la cruz del Gólgota; piadosamente reza, medita y recorre
una y otra vez los distintos momentos o pasos o estaciones del
itinerario doloroso del Señor. Era para Álvaro y sus religiosos la “Vía
dolorosa”... Luego, el holandés Adricomio y el P. Daza darán la forma y
fijarán en catorce las estaciones al primer Via Crucis que Leonardo de
Porto Mauricio popularizará más adelante también en Italia, importándolo
de España.
Escalaceli es centro de peregrinaciones de las gentes que, cada vez
desde sitios más distantes, pasan noches en vela, rezan, lloran sus
pecados, piden perdón, expían y luego cantan. De ella recibió buen
influjo y enseñanza la devoción del pueblo andaluz por sus Macarenas,
sus Cristos crucificados y sus «pasos» de Semana Santa. Sí, aquello
abrió tan profundo surco en la cristiana alma andaluza como las heridas
que hicieron en la madera las gubias de Martínez Montañés, Juan de Mesa y
Cristóbal de Mora.
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