EFE
Al menos 32 universidades
públicas españolas ofertan asignaturas de doctrina católica a sus
estudiantes del grado de educación primaria, o bien como materias optativas o bien como suplemento al título,
según ha podido comprobar Público tras rastrear los planes de estudio
de la carrera de magisterio en todas las universidades públicas del
país, que son 50 (de ellas, siete no ofrecen el grado, otras ocho no dan
información suficiente sobre las materias optativas, y de las 35
restantes, solo tres dejan fuera la enseñanza de la fe católica). Las clases las imparten en numerosos casos sacerdotes y párrocos seleccionados por el obispado y arzobispado correspondiente, a quienes las respectivas universidades contratan -y les pagan su salario-.
Dos acuerdos, uno entre el Estado y El Vaticano
de 3 de enero de 1979 y otro posterior del consejo de ministros de 14 de
diciembre de 2007, cuando José Luis Rodríguez Zapatero era presidente
del Gobierno y Mercedes Cabrera ministra de Educación y Ciencia, permiten
que la religión -la teología católica- ocupe así un espacio en un lugar
destinado a la “creación, desarrollo, transmisión y crítica de la
ciencia, la técnica y la cultura”, a la “preparación para el
ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de
conocimientos y métodos científicos y para la creación artística”, y a
“la difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al
servicio de la cultura, de la calidad de vida, y del desarrollo
económico”, según recoge la Ley Orgánica de Universidades.
El acuerdo de 1979, firmado por Marcelino Oreja,
ministro de Asuntos Exteriores del presidente Adolfo Suárez, y por
Giovanni Villot, secretario de Estado del papa Juan Pablo II establecía
que “la enseñanza de la doctrina católica y su pedagogía en las escuelas
universitarias de formación del profesorado, en condiciones
equiparables a las demás disciplinas fundamentales, tendrá carácter
voluntario para los alumnos. Los profesores de las mismas serán designados por la autoridad académica [de entre aquellas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta enseñanza…] y formarán también parte de los respectivos claustros”.
28 años después, el 14 de diciembre de 2007, el mismo
día en que el Consejo de Ministros le daba un impulso al Plan Bolonia
para la Universidad y aprobaba de una tacada los planes de estudios de
varios grados, en uno de los acuerdos de ese día, al que, según las crónicas periodísticas de aquel día consultadas por Público, no se hizo mención, se incluía lo siguiente: “Los
planes de estudios conducentes a la obtención de los títulos
universitarios oficiales que habiliten para el ejercicio de la profesión
de Maestro en Educación Primaria, deberán ajustarse a lo dispuesto en
el acuerdo de 3 de enero de 1979 entre el Estado Español y la Santa Sede
sobre enseñanzas y asuntos culturales”. La Ley de Universidades es la
que habilita al Ejecutivo a tomar esta decisión: en su artículo 35
recoge que corresponde al Gobierno establecer “las directrices y las
condiciones para la obtención de los títulos universitarios de carácter
oficial y con validez en todo el territorio nacional”.
Insertar el evangelio en el corazón de la cultura
Las asignaturas de doctrina católica que se imparten en
las universidades públicas buscan, además de cumplir con las
instrucciones del Gobierno, dar un servicio a los estudiantes, según
explican las propias Facultades de Ciencias de la Educación en sus guías
docentes. Para ser profesor de religión católica en los colegios
públicos y para trabajar en los de ideario católico -porque la mayoría
de ellos así lo exige- se requiere que “además de reunir los mismos
requisitos de titulación exigibles, o equivalentes, en el respectivo
nivel educativo, a los funcionarios docentes”, los maestros deben “haber
sido propuestos por la autoridad de la confesión religiosa para
impartir dicha enseñanza y haber obtenido la declaración de idoneidad o certificación equivalente de la confesión religiosa”, según recoge un Real Decreto, también del año 2007, de la época de Zapatero.
Así, en el caso de los católicos, la Conferencia Episcopal exige un título al que llaman DECA (Declaración Eclesiástica de Competencia Académica).
Y las universidades públicas ofrecen a sus alumnos esa posibilidad, lo
que tiene sobre todo en principio una ventaja para ellos, porque la
matrícula se hace allí, a un coste (a precio de crédito
universitario) en principio menor que el de acudir a una de las
universidades católicas, privadas, del país. La Conferencia
Episcopal recoge en su página web el procedimiento a seguir para la
enseñanza de su doctrina en la Universidad Pública. “Las materias de la
DECA de Infantil y Primaria podrán cursarse en los centros estatales y
privados con los que las diócesis hayan establecido acuerdos. […] Los
centros presentarán sus respectivos planes de estudio para su refrendo o
para su aprobación acompañados de la solicitud correspondiente firmada
por el decano o director del centro académico dirigida al presidente de
la Comisión Episcopal de Enseñanza”. La sentencia del Tribunal
Constitucional 38/2007, reconoció a las confesiones religiosas el
derecho a determinar la idoneidad de los profesores de religión y del
credo objeto de enseñanza en los centros públicos.
Tomemos un ejemplo -de los muchos que hay en
las universidades españolas- para ilustrar qué se enseña en esas
asignaturas. La Universidad de Sevilla, como se puede comprobar en su
página web, ofrece en este caso no como asignatura optativa, sino como
suplemento al título de graduado en Educación Primaria lo que llama
Formación Teológica, que comprende cuatro asignaturas, de 6 créditos
cada una, 24 en total: Pedagogía y Didáctica de la Religión en la
Escuela. Religión, Cultura y Valores. Síntesis Teológica I: el Mensaje, y
Síntesis Teológica II: Praxis Cristiana.
Esas materias son las exigidas por la Iglesia para la obtención de la DECA, que persiguen que el
estudiante adquiera, según la Conferencia Episcopal, entre otras
habilidades, “conciencia del papel del profesor de religión como enviado
de la Iglesia para insertar el Evangelio en el corazón de la cultura”,
la “capacidad de situar la enseñanza religiosa escolar en el conjunto
de la actividad educativa de la escuela”, la “habilidad para adoptar el
talante, el carisma y la creatividad necesarios para la enseñanza
religiosa” y el “conocimiento sistemático de la psicología evolutiva
infantil de 6 a 12 años, especialmente en cuanto a la capacidad de
trascendencia”. Además de tomar “conciencia crítica de la relación
inextricable entre una creencia y su praxis, el conocimiento de la
centralidad de la figura de Jesucristo en el mensaje y la moral
cristiana, el conocimiento detallado de los contenidos esenciales de la
fe cristiana y la capacidad para comprender y utilizar el lenguaje
técnico teológico”.
Milagros, creacionismo y la Gloriosa
“Es un escándalo también desde el punto de vista
científico que suceda esto en nuestra universidad. Parece mentira que un
Estado extranjero imponga algunas de las materias que se dan en la
universidad española, y que los rectores y demás autoridades académicas,
sumisas, lo consientan. A los alumnos se les ofrecen (de manera
voluntaria, faltaría más) los cursos de la DECA, el título que exige la
Iglesia y que la universidad proporciona más barato. Rectores y decanos
nos salen con la coartada de las salidas laborales de los alumnos, con
que tienen que atender sus peticiones, y les da igual que haya
contenidos anticientíficos o contrarios a la Constitución. El resultado
final es un escándalo, porque los maestros que imparten religión
hacen de catequistas en la escuela, y adoctrinan a los niños durante
años y años con la creencia en milagros y el creacionismo. En
cambio, los alumnos no estudian la evolución de las especies hasta la
enseñanza secundaria”, afirma Juan Antonio Aguilera, profesor de
Bioquímica y biología molecular de la Universidad de Granada y portavoz
de UNI Laica, la rama de universidad de Europa Laica.
En 1868, después de la Revolución de la
Gloriosa, que acabó con el reinado de Isabel II y dio paso al periodo
bautizado por los historiadores como sexenio democrático, que concluyó
en 1874, tras el naufragio de la I República, el ministro de Fomento de aquel Gobierno provisional, Manuel Ruiz Zorrilla, sacó la Teología de la Universidad.
En el artículo 19 de un decreto en el que se pretendía modernizar y
liberar la enseñanza en España se decía lo siguiente: “Se suprime la
facultad de Teología en las Universidades: los diocesanos organizarán
los estudios teológicos en los seminarios, del modo y en la forma que
tengan por más convenientes”.
En lo que hoy se conoce como exposición de motivos,
el ministro Ruiz Zorrilla, explicaba el porqué de tal decisión: “La
Facultad de Teología, que ocupaba el puesto más distinguido en las
Universidades cuando eran Pontificias, no puede continuar en ellas. El
Estado, a quien compete únicamente cumplir fines temporales de la vida,
debe permanecer extraño a la enseñanza del dogma y dejar que los
diocesanos la dirijan en sus seminarios con la independencia debida. La
ciencia universitaria y la teología tienen cada cual su criterio propio,
y conviene que ambas se mantengan independientes dentro de su esfera de
actividad. Su separación, sin impedir las investigaciones que exige el
cumplimiento de sus fines, no solo servirá para que no se embaracen
mutuamente impidiendo luchas peligrosas, sino también para evitar los
conflictos que la enseñanza teológica suele producir para el Gobierno. Suprimida
la Teología en las Universidades, el Estado deja de responder de los
errores de sus catedráticos, y cierra la puerta a reclamaciones enojosas
que tiene el deber de evitar. La política, pues, de acuerdo con el
derecho, aconsejan la supresión de una Facultad en que solo hay un corto
número de alumnos cuya enseñanza impone al Tesoro público sacrificios
penosos, que ni son útiles al país ni se fundan en razones de justicia”.
Religión y educación
La página web del Congreso de los Diputados recoge
una sinopsis, elaborada en el año 2003 por el profesor de Derecho
Constitucional Raúl Canosa Usera y actualizada en el año 2011 por la
letrada de las Cortes, Ángeles González Escudero, del artículo 27 de la
Constitución, el que se ocupa de la educación. Tiene interés recoger
algunos extractos de su análisis. Dicen Canosa y González que “por
primera vez en la historia de nuestro constitucionalismo se recoge una
proclamación, al unísono, del derecho a la educación y de la libertad de
enseñanza. En las pocas ocasiones en las que se mencionaba la enseñanza
en las Constituciones históricas, éstas se limitaban a reconocer el
derecho a fundar instituciones educativas y sólo la Constitución de 1931 impuso la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza primaria”.
“Durante el debate constituyente -prosigue el
análisis- se enfrentaron claramente dos posiciones, una digamos liberal y
otra de izquierda, para a la postre acabar en el prolijo y en cierto
sentido ambivalente artículo 27. Este refleja, pues, el trabajoso
consenso constitucional en materia educativa. Por un lado, se reconoce
un derecho de libertad -la libertad de enseñanza- y, por otro, la
vertiente prestacional con el derecho a la educación. Sin embargo, al
ser muy amplia la habilitación al legislador para que desarrolle los
derechos reconocidos, la tensión entre modelo educativo de izquierdas y otro conservador se trasladó a las Cortes Generales
donde los sucesivas normas reguladoras fueron objeto de agrios debates
parlamentarios y, posteriormente, de impugnaciones ante el Tribunal
Constitucional”.
Canosa y González explican: “Reproduciendo otras
normas internacionales, en concreto el artículo 2 del Protocolo
Adicional de 1952 al Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, el
artículo 27.3 [de la Constitución] garantiza el derecho de los padres
para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de
acuerdo con sus propias convicciones. Es una garantía sobre todo
frente a colegios públicos y se ha manifestado, sobre todo, en la
organización de la asignatura de religión y de la asignatura alternativa.
Como ha expuesto el Tribunal Constitucional (STC 5/1981), la prestación
ha de ser ideológicamente neutral, alejada del adoctrinamiento, a lo
que contribuye la libertad de cátedra. No hay, pues, ni doctrina ni
ciencia oficiales, salvo lo que se deduzca materialmente de las
finalidades impuestas constitucionalmente a la educación por el artículo
27.2: promover el pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a
los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades
fundamentales”.
“Es obvio -rematan Canosa y González- que el derecho
paterno [sic] a escoger el tipo de formación religiosa y moral que se
desea para sus hijos no puede oponerse al centro privado, concertado o
no, que presente un ideario propio, puesto que los padres no están
obligados a escolarizar a sus hijos y en uno de esos centros; llevarlos a
ellos demuestra cierta adhesión a su ideario. En este caso el derecho
se ejerce antes de elegir colegio, mientras que si el centro de
escolarización de sus hijos es público, el derecho se ejerce una vez que
el educando está en él escolarizado. Sólo los centros públicos tienen obligación de asegurar el pluralismo interno”.
El acuerdo de 1979, firmado por Marcelino Oreja,
ministro de Asuntos Exteriores del presidente Adolfo Suárez, y por
Giovanni Villot, secretario de Estado del papa Juan Pablo II establecía
que “la enseñanza de la doctrina católica y su pedagogía en las escuelas
universitarias de formación del profesorado, en condiciones
equiparables a las demás disciplinas fundamentales, tendrá carácter
voluntario para los alumnos. Los profesores de las mismas serán designados por la autoridad académica [de entre aquellas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta enseñanza…] y formarán también parte de los respectivos claustros”.
28 años después, el 14 de diciembre de 2007, el mismo
día en que el Consejo de Ministros le daba un impulso al Plan Bolonia
para la Universidad y aprobaba de una tacada los planes de estudios de
varios grados, en uno de los acuerdos de ese día, al que, según las crónicas periodísticas de aquel día consultadas por Público, no se hizo mención, se incluía lo siguiente: “Los
planes de estudios conducentes a la obtención de los títulos
universitarios oficiales que habiliten para el ejercicio de la profesión
de Maestro en Educación Primaria, deberán ajustarse a lo dispuesto en
el acuerdo de 3 de enero de 1979 entre el Estado Español y la Santa Sede
sobre enseñanzas y asuntos culturales”. La Ley de Universidades es la
que habilita al Ejecutivo a tomar esta decisión: en su artículo 35
recoge que corresponde al Gobierno establecer “las directrices y las
condiciones para la obtención de los títulos universitarios de carácter
oficial y con validez en todo el territorio nacional”.
Insertar el evangelio en el corazón de la cultura
Las asignaturas de doctrina católica que se imparten en
las universidades públicas buscan, además de cumplir con las
instrucciones del Gobierno, dar un servicio a los estudiantes, según
explican las propias Facultades de Ciencias de la Educación en sus guías
docentes. Para ser profesor de religión católica en los colegios
públicos y para trabajar en los de ideario católico -porque la mayoría
de ellos así lo exige- se requiere que “además de reunir los mismos
requisitos de titulación exigibles, o equivalentes, en el respectivo
nivel educativo, a los funcionarios docentes”, los maestros deben “haber
sido propuestos por la autoridad de la confesión religiosa para
impartir dicha enseñanza y haber obtenido la declaración de idoneidad o certificación equivalente de la confesión religiosa”, según recoge un Real Decreto, también del año 2007, de la época de Zapatero.
Así, en el caso de los católicos, la Conferencia Episcopal exige un título al que llaman DECA (Declaración Eclesiástica de Competencia Académica).
Y las universidades públicas ofrecen a sus alumnos esa posibilidad, lo
que tiene sobre todo en principio una ventaja para ellos, porque la
matrícula se hace allí, a un coste (a precio de crédito
universitario) en principio menor que el de acudir a una de las
universidades católicas, privadas, del país. La Conferencia
Episcopal recoge en su página web el procedimiento a seguir para la
enseñanza de su doctrina en la Universidad Pública. “Las materias de la
DECA de Infantil y Primaria podrán cursarse en los centros estatales y
privados con los que las diócesis hayan establecido acuerdos. […] Los
centros presentarán sus respectivos planes de estudio para su refrendo o
para su aprobación acompañados de la solicitud correspondiente firmada
por el decano o director del centro académico dirigida al presidente de
la Comisión Episcopal de Enseñanza”. La sentencia del Tribunal
Constitucional 38/2007, reconoció a las confesiones religiosas el
derecho a determinar la idoneidad de los profesores de religión y del
credo objeto de enseñanza en los centros públicos.
Tomemos un ejemplo -de los muchos que hay en
las universidades españolas- para ilustrar qué se enseña en esas
asignaturas. La Universidad de Sevilla, como se puede comprobar en su
página web, ofrece en este caso no como asignatura optativa, sino como
suplemento al título de graduado en Educación Primaria lo que llama
Formación Teológica, que comprende cuatro asignaturas, de 6 créditos
cada una, 24 en total: Pedagogía y Didáctica de la Religión en la
Escuela. Religión, Cultura y Valores. Síntesis Teológica I: el Mensaje, y
Síntesis Teológica II: Praxis Cristiana.
Esas materias son las exigidas por la Iglesia para la obtención de la DECA, que persiguen que el
estudiante adquiera, según la Conferencia Episcopal, entre otras
habilidades, “conciencia del papel del profesor de religión como enviado
de la Iglesia para insertar el Evangelio en el corazón de la cultura”,
la “capacidad de situar la enseñanza religiosa escolar en el conjunto
de la actividad educativa de la escuela”, la “habilidad para adoptar el
talante, el carisma y la creatividad necesarios para la enseñanza
religiosa” y el “conocimiento sistemático de la psicología evolutiva
infantil de 6 a 12 años, especialmente en cuanto a la capacidad de
trascendencia”. Además de tomar “conciencia crítica de la relación
inextricable entre una creencia y su praxis, el conocimiento de la
centralidad de la figura de Jesucristo en el mensaje y la moral
cristiana, el conocimiento detallado de los contenidos esenciales de la
fe cristiana y la capacidad para comprender y utilizar el lenguaje
técnico teológico”.
Milagros, creacionismo y la Gloriosa
“Es un escándalo también desde el punto de vista
científico que suceda esto en nuestra universidad. Parece mentira que un
Estado extranjero imponga algunas de las materias que se dan en la
universidad española, y que los rectores y demás autoridades académicas,
sumisas, lo consientan. A los alumnos se les ofrecen (de manera
voluntaria, faltaría más) los cursos de la DECA, el título que exige la
Iglesia y que la universidad proporciona más barato. Rectores y decanos
nos salen con la coartada de las salidas laborales de los alumnos, con
que tienen que atender sus peticiones, y les da igual que haya
contenidos anticientíficos o contrarios a la Constitución. El resultado
final es un escándalo, porque los maestros que imparten religión
hacen de catequistas en la escuela, y adoctrinan a los niños durante
años y años con la creencia en milagros y el creacionismo. En
cambio, los alumnos no estudian la evolución de las especies hasta la
enseñanza secundaria”, afirma Juan Antonio Aguilera, profesor de
Bioquímica y biología molecular de la Universidad de Granada y portavoz
de UNI Laica, la rama de universidad de Europa Laica.
En 1868, después de la Revolución de la
Gloriosa, que acabó con el reinado de Isabel II y dio paso al periodo
bautizado por los historiadores como sexenio democrático, que concluyó
en 1874, tras el naufragio de la I República, el ministro de Fomento de aquel Gobierno provisional, Manuel Ruiz Zorrilla, sacó la Teología de la Universidad.
En el artículo 19 de un decreto en el que se pretendía modernizar y
liberar la enseñanza en España se decía lo siguiente: “Se suprime la
facultad de Teología en las Universidades: los diocesanos organizarán
los estudios teológicos en los seminarios, del modo y en la forma que
tengan por más convenientes”.
En lo que hoy se conoce como exposición de motivos,
el ministro Ruiz Zorrilla, explicaba el porqué de tal decisión: “La
Facultad de Teología, que ocupaba el puesto más distinguido en las
Universidades cuando eran Pontificias, no puede continuar en ellas. El
Estado, a quien compete únicamente cumplir fines temporales de la vida,
debe permanecer extraño a la enseñanza del dogma y dejar que los
diocesanos la dirijan en sus seminarios con la independencia debida. La
ciencia universitaria y la teología tienen cada cual su criterio propio,
y conviene que ambas se mantengan independientes dentro de su esfera de
actividad. Su separación, sin impedir las investigaciones que exige el
cumplimiento de sus fines, no solo servirá para que no se embaracen
mutuamente impidiendo luchas peligrosas, sino también para evitar los
conflictos que la enseñanza teológica suele producir para el Gobierno. Suprimida
la Teología en las Universidades, el Estado deja de responder de los
errores de sus catedráticos, y cierra la puerta a reclamaciones enojosas
que tiene el deber de evitar. La política, pues, de acuerdo con el
derecho, aconsejan la supresión de una Facultad en que solo hay un corto
número de alumnos cuya enseñanza impone al Tesoro público sacrificios
penosos, que ni son útiles al país ni se fundan en razones de justicia”.
Religión y educación
La página web del Congreso de los Diputados recoge
una sinopsis, elaborada en el año 2003 por el profesor de Derecho
Constitucional Raúl Canosa Usera y actualizada en el año 2011 por la
letrada de las Cortes, Ángeles González Escudero, del artículo 27 de la
Constitución, el que se ocupa de la educación. Tiene interés recoger
algunos extractos de su análisis. Dicen Canosa y González que “por
primera vez en la historia de nuestro constitucionalismo se recoge una
proclamación, al unísono, del derecho a la educación y de la libertad de
enseñanza. En las pocas ocasiones en las que se mencionaba la enseñanza
en las Constituciones históricas, éstas se limitaban a reconocer el
derecho a fundar instituciones educativas y sólo la Constitución de 1931 impuso la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza primaria”.
“Durante el debate constituyente -prosigue el
análisis- se enfrentaron claramente dos posiciones, una digamos liberal y
otra de izquierda, para a la postre acabar en el prolijo y en cierto
sentido ambivalente artículo 27. Este refleja, pues, el trabajoso
consenso constitucional en materia educativa. Por un lado, se reconoce
un derecho de libertad -la libertad de enseñanza- y, por otro, la
vertiente prestacional con el derecho a la educación. Sin embargo, al
ser muy amplia la habilitación al legislador para que desarrolle los
derechos reconocidos, la tensión entre modelo educativo de izquierdas y otro conservador se trasladó a las Cortes Generales
donde los sucesivas normas reguladoras fueron objeto de agrios debates
parlamentarios y, posteriormente, de impugnaciones ante el Tribunal
Constitucional”.
Canosa y González explican: “Reproduciendo otras
normas internacionales, en concreto el artículo 2 del Protocolo
Adicional de 1952 al Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, el
artículo 27.3 [de la Constitución] garantiza el derecho de los padres
para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de
acuerdo con sus propias convicciones. Es una garantía sobre todo
frente a colegios públicos y se ha manifestado, sobre todo, en la
organización de la asignatura de religión y de la asignatura alternativa.
Como ha expuesto el Tribunal Constitucional (STC 5/1981), la prestación
ha de ser ideológicamente neutral, alejada del adoctrinamiento, a lo
que contribuye la libertad de cátedra. No hay, pues, ni doctrina ni
ciencia oficiales, salvo lo que se deduzca materialmente de las
finalidades impuestas constitucionalmente a la educación por el artículo
27.2: promover el pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a
los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades
fundamentales”.
“Es obvio -rematan Canosa y González- que el derecho
paterno [sic] a escoger el tipo de formación religiosa y moral que se
desea para sus hijos no puede oponerse al centro privado, concertado o
no, que presente un ideario propio, puesto que los padres no están
obligados a escolarizar a sus hijos y en uno de esos centros; llevarlos a
ellos demuestra cierta adhesión a su ideario. En este caso el derecho
se ejerce antes de elegir colegio, mientras que si el centro de
escolarización de sus hijos es público, el derecho se ejerce una vez que
el educando está en él escolarizado. Sólo los centros públicos tienen obligación de asegurar el pluralismo interno”.
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