La voz del Maestro sonó fuerte, como queriendo
atravesar la enorme piedra que hasta hacía unos instantes sellaba el sepulcro
de su amigo. Pero Lázaro no salía. Mejor dicho, se resistía a salir. Los cuatro
días que llevaba en aquel agujero ya habían hecho mella en su ánimo .A fin de
cuentas, ¿no estaba ya muerto?; ¿qué le importaba a él todo lo demás? Su primer
día en el sepulcro, cuando depositaron su cuerpo en el túmulo central del
pequeño recinto, lo había dedicado a familiarizarse con su nuevo hábitat:
fundamentalmente a oír y oler lo que allí había. Apenas escuchaba nada, salvo
el vuelo de una mosca que se había colado dentro de la tumba, y los aromas de
los ungüentos con que lo habían embalsamado tapaban el mal olor de la estancia.
Para cuando se quisiera dar cuenta, el olor de la muerte le resultaría
familiar: se habría convertido ya en su propio olor. Por lo demás, había
llegado a la conclusión de que allí no se estaba tan mal: había oscuridad,
silencio, calma..., incluso la temperatura era buena. ¿Para qué salir?
El relato del cuarto evangelio, evidentemente, no
cuenta nada de esto. A la voz de Jesús, Lázaro sale fuera del sepulcro. Pero
los discípulos y amigos de Cristo a veces sí nos encontramos así: con el Señor
llamándonos a abandonar los sepulcros donde nos han o nos hemos puesto y, sin
embargo, con pereza para salir de ellos: al fin y al cabo, no se está tan mal
dentro.
Los cristianos debemos ser, ante todo, criaturas
nuevas, hijos engendrados y nacidos de la Pascua. Esto ha de traducirse,
naturalmente, en comportamientos adecuados, actitudes verdaderamente
misioneras, talantes apostólicos.
Pero son muchos los obstáculos que se nos ponen
en el camino del crecimiento y la madurez cristianas. Si queremos avanzar en
ese camino, habremos de remover primero esos obstáculos para dejar la vía
libre. De lo contrario, corremos el riesgo de desanimarnos y darnos la vuelta,
o de salirnos del camino .Habremos de aprender del profeta, cuando percibe que
su misión consiste en plantar y construir una vez desbrozado el terreno: «Hoy
te establezco sobre pueblos y reyes, para arrancar y arrasar, destruir y
demoler, edificar y plantar» (Jr 1,10).
De eso se trata ahora: de identificar las
dificultades que nos impiden escuchar la voz del Maestro cuando nos invita a no
quedarnos inmóviles y en silencio, muertos, para luego poder «edificar y
plantar» en tierra buena. Con este punto de partida identificamos una de las
actitudes que nos lastran en nuestra experiencia de la Reurrección. Lo hacemos
tomando como referencia el pasaje de los discípulos de Emaús ( Lc 24, 13-35)
“Ojos incapacitados»,
«semblante afligido»
Estas dos expresiones son las que caracterizan a
los dos discípulos –Cleofás y otro a quien el texto no nombra– que salen de
Jerusalén hacia Emaús después de la pasión y muerte del Señor
Mucho se ha escrito a propósito de esta catequesis, que
Lucas coloca al final de su evangelio. Por ejemplo, que los discípulos
«explican a Jesús los últimos sucesos acaecidos en Jerusalén, pero lo hacen
desde la perspectiva de quien no ha llegado a captar la profundidad de los
hechos. La expresión “estar cegado” indica precisamente eso: no haber llegado a
captar el hondón de la realidad. La inteligencia es la que busca, pero el que
encuentra es el corazón»
En el caso de estos dos discípulos, ciertamente
el semblante afligido es consecuencia de la incapacidad de los ojos para
contemplar el sentido profundo de la realidad. ¿Nos pasará a nosotros,
cristianos del siglo XX y casi del XXI, lo mismo? Es evidente que hoy sigue
siendo válida aquella crítica que F. Nietzsche dirigió a los cristianos de hace
un siglo: los cristianos tenemos poca cara de redimidos. Por desgracia, nos
parecemos demasiado a Cleofás y a su compañero. No hace falta más que apostarse
a la salida de cualquier eucaristía dominical para comprobar que su –nuestro–
semblante no refleja la alegría de la resurrección. Y me temo que aquí es
verdad eso de que la cara es el espejo del alma.
Jean-Noël Aletti, comentando narrativamente este pasaje
de Lucas, dice:
«La primera paradoja narrativa del pasaje salta a la
vista: desde el comienzo del relato poco más o menos, el lector sabe, gracias a
la información explícita del narrador, que Jesús ha resucitado y que es él
personalmente el que camina al lado de los dos discípulos (v. 15). El mismo
narrador añade enseguida: “pero sus ojos estaban ofuscados para que no lo
reconocieran” (v. 16), indicando así al lector que él sabe mucho más que los
dos actores en cuestión.
Privilegio insigne. Pero si nosotros sabemos ya
que es Jesús el que camina con ellos y si conocemos su vida, ¿para qué hacer
que aquellos dos individuos repitan un discurso del que no hay nada
prácticamente que aprender? En realidad, si el lector sabe que Jesús está vivo,
resucitado como había dicho, todavía ignora los sentimientos y las esperanzas
de los discípulos. Pues bien, eso es precisamente lo que tiene en cuenta la
pregunta del v. 19: “¿Qué cosas?” Pregunta que da cauce libre a los
sentimientos de su corazón; era preciso hacerles hablar para saber qué es lo
que ellos esperaban (o no esperaban)».
Quizá también nosotros debamos desahogar nuestro corazón
ante el que camina a nuestro lado para que afloren los sentimientos y
esperanzas que llevamos dentro.
Podríamos empezar diciendo que nosotros
esperábamos una Iglesia que gozara con la noticia de que su Señor le había
traído la salvación. Pero con demasiada frecuencia nos encontramos con
comunidades eclesiales encorsetadas, tristes, lánguidas…sin caras de redimidos
Además, el
discípulo de Jesús ha de ser una persona alegre y de corazón caliente: las dos
características de los discípulos de Emaús cuando reconocen al Resucitado,
mejor dicho, precisamente por haber reconocido al Resucitado.
Sigue diciendo Aletti que «Jesús no quiso que [los dos
discípulos] lo reconocieran enseguida: su deseo de verlo era intenso, pero
ahora saben que la visión física no es un absoluto; aunque invisible a sus ojos
de carne, el Resucitado seguirá estando presente; la invisibilidad no equivale
a la ausencia»
En efecto, no
podemos achacar a la ausencia del Resucitado nuestras actitudes. Él sigue
estando a nuestro lado, si somos capaces de percibirlo con los ojos de la fe y
desde la alegría pascual: esa que, desgraciadamente, parece que nos falta en
tantas ocasiones.
En tercer
lugar, debemos dilucidar y discernir los “lugares” teofánicos y de encuentro y
reencuentro con el que Vive: la meditación orante de las Escrituras y la
Fracción del pan.
Sólo entonces suplicaremos : ”quédate con nosotros,
porque la tarde esta cayendo” Y se nos
“abrirán los ojos” y se alegrará nuestro “semblante afligido” . Y percibiremos
que un corazón que “ardía en ascuas” no tiene más remedio que contagiar, transmitir,
comunicar, evangelizar, aunque al grupo a que ellos se dirigieron ya conocían
el motivo del gozo común: “ Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido
a Simón” ( v 34)
Los
dimisionarios, desencantados, “postmodernos”,
de Emaús, como nosotros, de vuelta de todo, desencantados de todo, dispersos
y alejándose de Jerusalén ( lugar de la comunidad) corren alegres y con el corazón henchido a
misionar a una comunidad
Emaús, una catequesis pascual sobre la Eucaristía
y algo más, un camino no sin retorno, sino de ida y vuelta, porque Cristo Vive.
Francisco
Aranda Otero, sacerdote
PD. Permitidme una recomendación final: Una novela:
“Emaús” de Alessandro Baricco, en la editorial Anagrama.Magnifíca en relación
al tema y de gran utilidad pastoral