La Biblia de la CEE, un acontecimiento exegético, por Juan Miguel Díaz Rodelas
“La fe cristiana no es una religión del libro”: son palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que expresan magníficamente la relación entre la Biblia y el conjunto de la fe cristiana. Sigue diciendo: “El cristianismo es la religión de la "Palabra" de Dios, "no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo".
En esta línea, afirmaba el Concilio Vaticano II que “en los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos”. De ese Dios que nos habla a través de su Palabra escrita nace “la eficacia que radica en la palabra de Dios”, la cual “es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual.
Esta percepción creyente de la Biblia -compartida también básicamente por el pueblo de la Antigua Alianza- explica que la Sagrada Escritura haya sido traducida a prácticamente todas las lenguas habladas de la humanidad y que, en algunos casos, lo haya sido en diferentes versiones, sucesivas e incluso simultáneas.
Se tradujo al arameo, lengua corriente de la mayoría de los judíos desde la época persa. Se tradujo al griego, y ello no en una, sino en varias versiones de la Biblia, que fueron de hecho las más usada en la primera difusión de la fe cristiana. Los mismos judíos que vivieron en España –los sefardíes- hicieron varias traducciones de la Biblia al castellano. Anteriormente, los cristianos habían traducido toda la Biblia, At y NT, a las lenguas de los lugares donde se habían formado comunidades: sirio, copto, gótico, armeno, geórgico, etíope, árabe, eslavo y, como no podía ser menos, el latín. Las antiguas versiones latinas de las Galias, Italia, fueron sustituidas en su momento por la Vulgata, traducción que hizo el gran S. Jerónimo en el s. IV y que, revisada en varias ocasiones a lo largo de los siglos, ha sido durante siglos la versión oficial de la Iglesia latina; y lo sigue siendo en la revisión que mandó llevar a cabo el Papa Pablo VI y que, con el nombre de Neo Vulgata, fue proclamada por el Siervo de Dios Juan Pablo II el año 1979.
También las lenguas, románicas o no, de los lugares por donde se fue extendiendo la fe cristiana en los siglos posteriores conocieron sus traducciones de la Biblia: el inglés, alemán, holandés, noruego, polaco, húngaro, sueco, etc. Y como no el español: además de las ya referidas traducciones de la Biblia hebrea hechas por y para judíos españoles, hay romanceadas hechas para cristianos desde finales del s. XII, del s. XIII es la Biblia prealfonsina y la Grande e general Estoria, de Alfonso X el Sabio; la Biblia de Alba se tradujo en el s. XV. También hay traducciones de esos siglos al catalán y al valenciano. De tiempos de la Reforma es la famosa Biblia del Oso, realizada por Casiodoro Reina y revisada y editada por Cipriano Valera. En la primera Contrarreforma, Fray Luis de León tradujo el Cantar de los Cantares y el libro de Job, y Fray Luis de Granada, el Salterio. Un breve apostólico del Papa Benedicto XVI abrió el camino a nuevas traducciones a las lenguas vulgares, destacando las traducciones españolas del escolapio P. Scío, en el s. XVIII, y del Obispo de Astorga, Torres Amat, en el XIX. Desde los años 40 del s. XX han visto la luz varias traducciones sobre todo al español, pero también al catalán, al gallego y al vasco; la mayoría de ellas, especialmente las españolas, han sido objeto de varias ediciones, signo evidente de la gran difusión de la Palabra de Dios escrita entre los creyentes en los últimos tiempos.
Los criterios que se han aplicado a nuestra traducción son, básicamente, tres: respeto al original, adaptación al genio de la lengua española y consideración del carácter específicamente sagrado del propio texto de la Biblia y del uso litúrgico a que está destinada una parte no pequeña de esta traducción. Se ha partido de las traducciones litúrgicas actuales, que sólo han sido modificadas cuando ha parecido realmente necesario.
Para poner de manifiesto cómo se han aplicado estos criterios pondré tres ejemplos:
El primero lo tomo de Gn 3,15, texto que, entre otros muchos días, se lee en la fiesta de la Inmaculada: La versión precedente traducía, sin duda adecuadamente, del siguiente modo la última parte de las palabras del Señor a la serpiente: “ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón”. Al traducir: “esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón”, la nueva versión recoge el hecho que parece reflejarse en el texto de la pretensión de los humanos de aplastar a las serpientes como defensa frente a la posibilidad de ser mordidos por ellas.
El segundo ejemplo es del NT, en uno de sus textos más conocidos: el cántico de María (Lc 1,48), donde la Virgen expresa la razón del por qué de su alabanza y su alegría en el Señor: “porque ha mirado la humillación de su esclava”, decía la versión litúrgica anterior. “Porque ha mirado la humildad de su esclava”. Ambas traducciones son, sin duda correctas, pero traducir “humillación” supone cargar el correspondiente término griego de una negatividad que no tiene de suyo y que de hecho no expresa el español “humildad”.
Y un tercer y último ejemplo: la anterior versión litúrgica traducía Ef 1,6 como sigue: “… la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su Hijo querido, redunde en alabanza suya”; es posible que en esta traducción queda más clara la referencia a Jesucristo; pero la claridad se lograba renunciando a una versión más literal del término griego en cuestión, que significa exactamente “el Amado”; una forma de referencia a Jesucristo cargada de fuerza y de una larga tradición en literatura mística española”.
Y hasta aquí mi intervención. Sólo me resta manifestar el deseo de que, con la ayuda de Dios, esta traducción de la Sagrada Biblia, versión oficial de la CEE contribuya a que, tanto en la liturgia como fuera de ella, los fieles puedan experimentar con mayor fuerza la eficacia de la Palabra de Dios “que tiene poder” para construirnos como creyentes y como Iglesia, y para hacernos partícipes de la herencia con todos los santificados” (cf. Hch 17,32, citado por DV 21).Fuente: http://revistaecclesia.com/content/view/22272/43/
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