MARÍA TERESA SÁNCHEZ CARMONA, teresa_sc@hotmail.com
SEVILLA.
SEVILLA.
ECLESALIA,
17/04/16.- ¿Quién no ha sentido, en algún momento de su vida, la
experiencia de morir? ¿Quién no ha sufrido el dolor físico, casi
somático, de una separación indeseada, de una palabra mal dicha, de un
proyecto que se trunca, de un no sentirse comprendido o aceptado?
Cada uno de nosotros lleva grabadas
infinitas pequeñas muertes en su geografía íntima. A veces tan pequeñas
que no dejan cicatriz visible, pero aun así muy grandes. Lo suficiente
como para que nos permitan reconocer esas mismas señales de dolor en
otros cuerpos y rostros: las bolsas bajo los ojos de la señora que coge
el autobús a las seis de la mañana, el ceño fruncido del funcionario que
apenas musita un buenos días, el temblor en la voz de quien recuerda
aquel amor del pasado, la inseguridad de la adolescente que se compara
con sus amigas, la frustración del que no tiene trabajo, o de quien se
busca cada mañana en el espejo y no se encuentra. No hace falta tener
grandes problemas para sentirnos morir un poco (¿cuántas veces habremos
alzado al cielo de otros ojos nuestra plegaria sentida y sincera, como
diciendo calladamente: “¿por qué me has abandonado?”).
Sí, cada uno de nosotros es un testimonio
encarnado de resistencia, de resiliencia (ahora que tanto se emplea
esta palabra), de aprender a respirar hondo y reencontrar el ánimo, “el
ánima”, ese soplo vital que nos mantiene vivos. Porque estamos hechos
para resucitar. La nuestra es una bella historia de resurrección, un
milagro de fortaleza en la fragilidad que nos impulsa una y otra vez a
despertar del letargo, a ponernos en pie, afianzarnos sobre la tierra,
dejar atrás nuestras fosas y encierros, y seguir caminando con la cabeza
erguida y el pecho descubierto. Para volver a la vida, sí, pero no a la
de ayer. Resucitar es recrearnos entrañablemente: asomarnos a aquello
que nos duele y acariciarlo como quien unge el cuerpo o los pies de la
persona amada. Acoger, aceptar, amar, conmovernos desde las entrañas. Y
atrevernos a salir, sin pudor, expuestas las heridas en señal de
victoria, más conscientes de nosotros mismos, renacidos y aún dispuestos
a hacerlo todo nuevo.
La anastasis es ese dinamismo interno que todos y todas
experimentamos al sentirnos liberados de nuestros miedos e infiernos.
De nada sirve admirar este milagro de la Pascua cristiana, este rito de
paso o transición, si después no lo reconocemos en nuestra vida
cotidiana. Y de poco sirve, además, esta experiencia de sanación
personal si no transforma nuestro modo de contemplar a los demás y
convivir con ellos. Quien ya pasó por una situación parecida comprende a
quien ahora está sufriendo, sabe escuchar (porque también un día
necesitó esa acogida), sabe acariciar con palabras y con gestos, domina
el lenguaje de la ternura, y sabe conceder espacio, tiempo y dignidad a
quienes se encuentran librando esa dura batalla. Porque un día fue
también la suya; porque es la de todos.
Cada uno de nosotros está llamado a ser
testimonio de resurrección para quienes no alcanzan a ver (y aguardan
anhelantes) el estallido del alba. En silencio, nos decimos: “Yo pasé
por ese trance que tú atraviesas hoy y salí fortalecido. Sé de tu dolor y
me conmueve. Y en cuanto quiera que venga a partir de ahora, no estarás
solo/a. Seguimos adelante. Estoy contigo”. Ayudarnos a vivir, ayudarnos
a morir: he aquí el milagro que se entreteje cuando dos o más personas
se reconocen desde la com-pasión y el amor. La radicalidad de este
sentir común, de esta comunión que se llena de sentido por lo sentido,
nos moviliza e interpela a adoptar una nueva manera más sensible,
empática y receptiva de estar en el mundo. Renacidos una y otra vez de
tantas pequeñas crisis, albergamos en nosotros un espíritu de sabiduría y
fortaleza que nos impulsa a ser portadores de paz, “resucitadores” de
otros.
Luego están esas otras muertes: las que
nos arrancan de nuestro lado y para siempre a las personas que amamos y
que nos aman, y dejan henchido de ausencia el espacio que antes ocupaba
su figura. Hermoso y triste vacío habitado. Quien más, quien menos, sabe
a qué me refiero. Hace algo más de dos años perdí a mi mejor amigo y no
ha pasado un solo día en que no lo haya recordado. Como la Magdalena,
también yo fui al sepulcro para visitar y honrar el último lugar en la
tierra donde reposó el cuerpo de mi amigo. Sabía que no lo encontraría
allí, que aquel nombre sobre esa lápida fría poco o nada podría decirme
del hombre que yo había conocido. Fui, no obstante, porque más allá del
vértigo que produce el abismo, somos materia en busca de un abrazo. Y,
como hemos hecho tantos, lloré junto a su tumba la tristeza de no volver
a verlo. Enterramos a nuestros muertos pensando que con ellos muere
también una parte de nosotros mismos, una determinada manera de
pronunciar nuestro nombre, retazos de una historia hecha recuerdos.
Transcurre el tiempo (tres días, tres
meses, tres años) y, en un determinado momento, incomprensiblemente,
ciertos lugares parecen reavivar en nosotros aquella presencia tan
amada. Resuenan en lo profundo sus palabras, como el eco de una
musiquilla que creíamos olvidada. Comenzamos a revivir instantes y
destellos de experiencias compartidas. Y descubrimos con sorpresa que
los consejos y enseñanzas de las personas que amamos todavía nos
acompañan, nos conforman e iluminan el camino. Así debieron sentirlo los
discípulos de Jesús (mi espíritu permanece con vosotros), siendo en
realidad una experiencia al alcance de todos. Y cuando esto ocurre, nace
en los labios (rebosa del corazón) la sonrisa cómplice y serena de
quien, al fin, comprende todo. Y sabe (porque lo ha experimentado) que
el milagro de la Vida que se entrega sin medida consiste en un irse
dando poco a poco, en un quedarse en los demás cada vez con mayor
hondura, en un dejar los corazones sembrados con la belleza de los
encuentros.
También era esto, resucitar: un reavivar
muy dentro esa mirada que alguien (Alguien) nos regaló un día, haciendo
que ya nada volviera a ser lo mismo. Un abrirse a la certeza de un Amor
partido y repartido, capaz de inaugurar otra forma de comunión y de
presencia. Y un alegrarse sin medida y un agradecer el poder
transformador de ese Amor. Agradecer siempre. Porque, al cabo, ¿quién no
ha tenido alguna vez esta experiencia de resurrección? (Eclesalia
Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos,
indicando su procedencia).
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