Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buen camino de
cuaresma!
Hoy nos detenemos sobre la antigua institución del «Jubileo»,
testificada en la Sagrada Escritura. Lo encontramos particularmente en el Libro
del Levítico, que lo presenta como un momento culminante de la vida religiosa y
social del pueblo de Israel.
Cada 50 años, «en el día de la Expiación» (Lev 25,9), cuando la
misericordia del Señor venia invocada sobre todo el pueblo, el sonido del
cuerno anunciaba un gran evento de liberación. De hecho, leemos en el Libro del
Levítico: «Así santificarán el quincuagésimo año, y proclamarán una liberación
para todos los habitantes del país. Este será para ustedes un jubileo: casa uno
recobrará su propiedad y regresará a su familia [...] En este año jubilar cada
uno de ustedes regresará a su propiedad» (Lev 25, 10.13). Según estas
disposiciones, si alguno había sido obligado a vender su tierra o su
casa, en el jubileo podía retomar la posesión; y si alguno había contraído
deudas y, no podía pagarlas, hubiese sido obligado a ponerse al servicio del
acreedor, podía regresar libre a su familia y recuperar todas sus propiedades.
Era una especie de «indulto general»,
con el cual se permitía a todos de regresar a la situación originaria, con la
cancelación de todas las deudas, la restitución de la tierra, y la posibilidad
de gozar de nuevo de la libertad propia de los miembros del pueblo de Dios. Un
pueblo «santo», donde las prescripciones como aquella del jubileo servían para
combatir la pobreza y la desigualdad, garantizando una vida digna para todos y
una justa distribución de la tierra sobre la cual habitar y de la cual tomar el
nutrimiento. La idea central es que la tierra pertenece originalmente a
Dios y ha sido confiada a los hombres (Cfr. Gen 1,28-29), y
por eso ninguno puede atribuirse la posesión exclusiva, creando situaciones de
desigualdad.
Con el jubileo, quien se había convertido en pobre
regresaba a tener lo necesario para vivir, y quien se había hecho rico
restituía al pobre lo que le había quitado. El fin era una sociedad basada en
la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero se
convirtieran en un bien para todos y no solo para algunos. De hecho, el jubileo
tenía la función de ayudar al pueblo a vivir una fraternidad concreta, hecha de
ayuda recíproca. Podemos decir que el jubileo bíblico era un «jubileo de
misericordia», porque era vivido en la búsqueda sincera del bien del hermano
necesitado.
Diezmo
En la misma línea, también otras instituciones y otras
leyes gobernaban la vida del pueblo de Dios, para que se pudiera experimentar
la misericordia del Señor a través de aquella de los hombres. En esas
normas encontramos indicaciones validas también hoy, que nos hacen reflexionar.
Por ejemplo, la ley bíblica prescribía el pago del «diezmo» que venía
destinado a los Levitas, encargados del culto, los cuales no tenían tierra,
y a los pobres, los huérfanos, las viudas (Cfr. Deut 14,22-29). Se preveía que
la décima parte de la cosecha, o de lo proveniente de otras actividades, fuera
dada a aquellos que estaban sin protección y en estado de necesidad, así favoreciendo
condiciones de relativa igualdad dentro de un pueblo en el cual todos deberían
comportarse como hermanos.
Estaba también la ley concerniente a las «primicias»,
es decir, la primera parte de la cosecha, la parte más preciosa, que debía
ser compartida con los Levitas y los extranjeros (Cfr. Deut 18, 4-5;
26,1-11), que no poseían campos, así que también para ellos la tierra fuera
fuente de nutrimiento y de vida. «La tierra es mía, y ustedes son para mí como
extranjeros y huéspedes (Lev 25,23). Somos todos huéspedes del Señor, en espera
de la patria celeste (Cfr. Heb 11,13-16; 1 Pe 2,11)», llamados a hacer habitable
y humano el mundo que nos acoge. ¡Y cuantas «primicias» quien es afortunado
podría donar a quien está en dificultad! Primicias no solo de los frutos de los
campos, sino de todo otro producto del trabajo, de los sueldos, de los ahorros,
de tantas cosas que se poseen y que a veces se desperdician.
Y justamente pensando en esto, la Sagrada Escritura
exhorta con insistencia a responder generosamente a los pedidos de préstamos,
sin hacer cálculos mezquinos y sin pretender intereses imposibles: «Si tu
hermano se queda en la miseria y no tiene con qué pagarte, tú lo sostendrás
como si fuera un extranjero o un huésped, y él vivirá junto a ti. No le exijas
ninguna clase de interés: teme a tu Dios y déjalo vivir junto a ti como un
hermano. No le prestes dinero a interés, ni le des comidas para sacar provecho»
(Lev 25,35-37). Esta enseñanza es siempre actual. ¡Cuántas situaciones
de usura estamos obligados a ver y cuánto sufrimiento y angustia llevan a las
familias! Es un grave pecado que grita en la presencia de Dios. El
Señor en cambio ha prometido su bendición a quien abre la mano para dar con
generosidad (Cfr. Deut 15,10).
Queridos hermanos y
hermanas, el mensaje bíblico es muy claro: abrirse con valentía al
compartir. Entre conciudadanos, entre familias, entre pueblos, entre
continentes. Contribuir en realizar una tierra sin pobres quiere decir
construir una sociedad sin discriminación, basada en la solidaridad que lleva a
compartir cuanto se posee, en una distribución de los recursos fundada en la
fraternidad y en la justicia
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