Marta García Fernández, hnsc*
Algunos tiempos litúrgicos, como el Adviento y la Cuaresma, se presentan como tiempos de «preparación» para la vivencia de los misterios centrales de la fe cristiana: la Navidad o la Pascua. Acerca del primero solemos escuchar que tenemos que preparar nuestra casa para acoger al Niño que llega. Con respecto a la Cuaresma, el acento recae en la conversión.
En sendos casos parecería que se trata de unos «previos» necesarios antes del «Encuentro». Y aunque es cierto que debemos prepararnos, esta forma de plantearlo puede descentrar la verdadera motivación de su objetivo, que es el seguimiento. De hecho, a veces la conversión viene inducida por el perfeccionamiento ético y espiritual y no tanto por el amor.
La Escritura contempla este posible desplazamiento de lo esencial a lo periférico. Por esta razón vamos a recorrer algunos pasajes que nos resitúan en lo que debería ser fundamental para la vivencia de este tiempo.
1. Del qué al quién
El modo en que empieza y termina el evangelio de Juan puede sernos un buen punto de partida. En aquel famoso pasaje de vocación de los primeros discípulos, al ver que le seguían, Jesús se da media vuelta y les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos al instante responden: «¿Dónde vives?». Entonces Jesús les lanza la invitación al seguimiento: «Venid y lo veréis» (Jn 1,37-39). Sin embargo, al final del evangelio la conversación entre el Resucitado y María Magdalena no se cifra en un «qué», sino en un «quién». De hecho, ante el llanto de ella, Jesús interviene con la pregunta: «¿A quién buscas?» (Jn 20,15).
El paso del «qué» al «quién» probablemente es intencional. Tras la invitación, los discípulos han ido con Jesús y han podido ver dónde y cómo vive. En el camino han hecho experiencia de su persona y de lo que comporta el seguimiento y el vivir volcados día y noche por y para el Reino. Se podría decir que su itinerario vocacional, poco a poco, se ha ido perfilando como un pasar de «buscar algo» a «buscar a alguien» y, en este sentido, se ha producido un crecimiento en lo esencial. Veamos cómo este aspecto se modula en otros textos.
1.1. De lo «exterior» a lo «escondido»
El Miércoles de Ceniza se abre con el conocido texto de Mateo sobre la limosna, la oración y el sacrificio (Mt 6,1-18). Dicho pasaje se halla en el corazón del sermón de la montaña (Mt 5–7) y versa sobre la relación con Dios a través de sus tres expresiones típicas y visibles.
Aunque el elemento central sobre la oración está más desarrollado, pues contiene el Padrenuestro, en las tres unidades se repite la misma estructura. Se comienza de la misma forma: «y cuando des limosna / oréis / ayunéis»... A continuación, se indica lo que no se debe hacer: «no lo anunciéis a toque de trompeta»; «no seáis como los hipócritas»; «no pongáis cara triste». En su defecto, se señala cómo se debería actuar: «tú, en cambio». Las tres unidades concluyen: «y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».
En referencia a lo que no se debe hacer, Mateo caricaturiza, exagera y amplifica el comportamiento erróneo. ¿Dónde está el fallo? ¿En la práctica en sí misma? No. El texto no critica el que se dé limosna o se haga sacrificio u oración, sino el por qué y el para qué de todo ello: «para llamar la atención»; «para que la gente los alabe»; «para ser vistos».
Por un lado, la forma de gestionar la oración, el sacrificio y, especialmente, las dádivas fraguó ciertas prácticas sociales que suponían instrumentalizar la beneficencia con la intención de mejorar la imagen pública1. Por otro lado, vivido así, estos comportamientos suponen igualmente la instrumentalización de la relación con Dios, ya que te hacen merecedor de la salvación2.
El reproche de Jesús no va en la línea de que la justicia no deba tener una dimensión pública. Sucede algo parecido con la crítica profética acerca del culto. Evidentemente, este debe gozar de una visibilidad externa; de otro modo, no sería un acto de culto. El problema surge cuando interior y exterior no coinciden: «Este pueblo me honra con la lengua, pero su corazón está lejos de mi» (Is 29,13).
Aquí la consecuencia es clara. Si lo que se busca no es la apertura a Dios ni al hermano, sino el que la «gente los alabe», entonces ya «han recibido su recompensa». Es decir, si se hace de la limosna, la oración y el ayuno una auto-celebración o exhibición de sí, la recompensa ya se obtiene por el mismo hecho de ser visto.
El texto corrige esta forma de vivir las tres prácticas presentando un contra-modelo cuyo acento recae en un Dios que ve «en lo secreto». Ahora bien, «hacer algo en lo secreto» no indica hacer un acto «a escondidas» o sin que nadie lo vea. Apunta hacia dónde debe estar orientado el comportamiento y cuál debería ser su verdadero motivo: el Padre y no la auto-referencialidad. Pues daría igual hacer algo que nadie viera, si al final uno se auto-celebra.
La relación con Dios debe ser gratuita. La tentación más frecuente del creyente es intentar domesticar la libertad de Dios y convertirse en su origen. Es la otra cara de la moneda del episodio del pecado de Gn 3. De hecho, se puede «apresar el fruto» con el comportamiento. Y en consecuencia, «si yo soy bueno», «Dios tiene que ser bueno». Nos constituimos así en el origen de su bondad. Y querer convertirse en el «origen» y no confiar es lo que Génesis describe como el pecado fundamental.
En el mismo corazón de estos pasajes –el Padrenuestro (Mt 6,9-13)– se observa cómo el término Padre, que hasta el momento ha aparecido en un contexto de responsabilidad ética –esto es, de «lo que debemos hacer»– recibe un nuevo giro. Pues no se trata ya de lo que debemos hacer, sino de lo «que podemos esperar» de un Padre que sabe lo que necesitamos antes de pedírselo: «mientras que, tradicionalmente, la relación con Dios se cifraba en lo que el ser humano debía hacer para atraerse la benevolencia divina (hacer limosna, hacer oración, hacer ayuno), la oración que Jesús enseña es más bien un recibir de Dios»3.
En consecuencia, un primer elemento esencial para el tiempo de cuaresma es vivir la «ascesis» de no hacer prácticas auto-referenciales, de no convertirnos en el origen, de recibirnos de Dios y de los hermanos. Para esto es fundamental la apertura hacia el Otro y hacia los otros o, como indica la Escritura, no «cerrarse en la propia carne».
1.2. Del perfeccionamiento ético al seguimiento
Otro episodio que ilustra cómo tras comportamientos nobles podemos desplazar la búsqueda de un «quién» por la de un «qué» es el del joven rico (Mt 19,16-22). El diálogo de Jesús con este personaje está marcado por los contrastes. Así pues, el joven comienza con una pregunta ubicada en el ámbito del «hacer»: «¿qué debo hacer de bueno...?». Y la finalidad del «hacer» se formula con el verbo «tener»: «...para obtener la vida eterna».
Jesús, sin embargo, sitúa su respuesta en otro ámbito. Primero reconduce el objeto directo del «hacer» a un sujeto con mayúsculas: «¿Por qué me preguntas por lo bueno? El Bueno es uno solo». Luego no es cuestión solo de «hacer lo bueno», sino de «ser» como Dios es: Bueno. El verbo «tener» también se cambia por «entrar» en la vida eterna. La vida eterna no se «obtiene»; en la vida eterna se «entra».
Puntualizando de este modo, Jesús pone el tema en el lugar correspondiente. Sin embargo la condicional que formula parecería mantenerse en las mismas coordenadas del «hacer»: «si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». De hecho, el joven pregunta: «¿Cuáles?». Y, tras la retahíla de preceptos, él insiste: «¿Qué me falta todavía?». De nuevo Jesús precisa que no se trata de cantidad, sino de calidad, y le muestra hacia dónde debe ir dirigida la «perfección» que ansía: «Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven aquí y sígueme».
Con esta puntualización se entiende que «guardar los mandamientos» no se reduce para Jesús al mero cumplimiento formal, sino al cumplimiento del espíritu, y esto compromete la conciencia e implica discernimiento. Guardar el espíritu de los mandamientos equivale a obedecer al corazón de la Ley, que en la segunda tabla del decálogo es el amor al prójimo (Lv 19,18). En consecuencia, si lo normativo es el hermano, obedecer a la Ley no es tan solo no robar o no matar. El rostro del «otro» debe cuestionar también mi modo de poseer y mi relación con las riquezas4. Por tanto, no basta con no robar; es necesario además querer el bien del prójimo por encima del propio. Por eso se le invita a vender lo que tiene y darlo a los pobres. Esa es la «perfección».
Al joven que pregunta por «hacer lo bueno» se le dice que «uno solo es el Bueno». Esto es, la relación no es con una norma, sino con una Persona, y en esto se muestra la «madurez». De hecho, se utiliza el término «joven» en contraste con el de «perfección», que, si bien puede señalar esta acepción, tiene el matiz de madurez5. El paso de la inmadurez a la madurez es el paso del cumplimiento de una norma al seguimiento de una persona; del formalismo a la vivencia del espíritu de la Ley, que comporta un «quien». El rostro del hermano debe cuestionar mi modo de vivir.
2. Con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas
El paso del «qué» al «quién» no es un previo para encontrarse con Dios. En la Escritura, ese paso se da dentro del mismo seguimiento. Pues, tanto en el AT como en el NT, no es la conversión la que produce el perdón, sino que es el perdón el que produce la conversión. El seguimiento de una persona embauca en un dinamismo continuo que requiere la constante conversión.
La respuesta al joven rico nos ha dejado dos elementos vertebrales: amar a Dios y amar al prójimo. ¿Qué significa amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas? Inevitablemente, me viene la respuesta de Pedro Arrupe: «Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama por la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas los fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud».
Dos textos se suelen leer en este tiempo de cuaresma: el de Nicodemo (Jn 3,1-21) y el de la Samaritana (Jn 4,1-30). Aunque son dos pasajes de una densidad teológica inconmensurable, los traemos a colación para profundizar en uno de sus aspectos, ya que en cierto modo forman un díptico. De hecho, en sendas narraciones se habla de «nacer del agua y del espíritu» y de «adorar en espíritu y en verdad».
2.1. Nacer del espíritu
El diálogo con Nicodemo introduce el término «nacer», que expresa magistralmente algo esencial del seguimiento. Jesús habla de «nacer de lo alto», mientras que Nicodemo se plantea la dificultad de «nacer de nuevo siendo ya viejo». El potencial metafórico de esta última consideración es enorme, ya que Nicodemo apunta a una de las que suelen ser nuestras mayores resistencias.
A lo largo de la vida hacemos experiencias que nos dejan como necrosados. A veces sentimos que aquello que amamos profundamente nos ha traicionado; que valores en los que creíamos muestran su lado oscuro. En ciertas ocasiones experimentamos cómo nuestro propio pecado resulta un impedimento que hace casi imposible el nacer. Por eso nos cuesta volver a poner todo el corazón y toda la carne en el asador y volver a amar con todas nuestras fuerzas, porque nos sentimos heridos y tocados.
Todas estas experiencias, que forman parte del bagaje existencial, pueden «hacernos viejos» o, por el contrario, pueden convertirse en el punto de partida del «nacer» con otra lógica que no es la humana. Según Jesús, todo aquel que «nace del espíritu» es como el viento: se puede escuchar su voz, pero no se sabe de dónde viene ni hacia dónde va (Jn 3,8). Si ponemos este episodio en paralelo con aquel de Pedro al final del evangelio (Jn 21), quizá se entienda mejor lo que significa.
En el lago de Tiberíades, el Resucitado se aparece y, tras la comida con los discípulos, tiene lugar el diálogo con Pedro. Así como tres han sido las negaciones, así por tres veces se le pregunta por su amor. A través de un juego de verbos –«querer» y «amar»– Pedro parecería reconocer que, aunque él «le quiere», como ha quedado patente, es incapaz de un «amor» hasta el extremo.
Jesús, sin embargo, le promete un amor así. De hecho, un día llegará a dar su vida por él. En este contexto reaparece la metáfora de «ser viejo» y el campo semántico del «ir»: «cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21,18). A continuación le invita a seguirle con la fórmula típica de la llamada: «Tú, sígueme» (Jn 21,19). Como en Gn 3, el pecado no elimina la vocación.
Si hacemos una lectura simultánea del texto de Nicodemo y el de Pedro, se puede inferir que «nacer de lo alto» y, con ello, del Espíritu es meterse en un dinamismo de confianza donde incluso uno es llevado adonde humanamente no quiere ir. Ser hombres y mujeres movidos por el Espíritu no es sinónimo de ir adonde uno quiere o ser simplemente imprevisibles, sino vivir movidos por Dios y polarizados por su Reino. Dejarse alterar y renunciar a llevar el propio control de la historia y la seguridad que suele producir el formalismo. Como Abraham a sus 75 años, «dar el salto en el vacío, de la partida sin retorno y de un acto de fe que le proyecta hacia un lugar desconocido y enteramente por descubrir»6.
Es más, según el texto de Jn 21, «ser viejo» no impide nacer de nuevo. Todo lo contrario: posibilita esta experiencia, ya que el ser humano, siendo menos autosuficiente y habiendo hecho experiencia de la fragilidad de su fidelidad, se abre más a Dios. La primera llamada se renueva y, aunque vivida con más realismo, no por ello es un realismo escéptico o desesperanzado. De hecho, la promesa de llegar a un amor hasta el extremo sigue vigente, solo que con la conciencia de que a eso no llegamos a fuerza de puños, sino porque «somos llevados», aunque ciertamente nosotros «extendamos las manos».
2.2. No te harás una imagen de Dios
El segundo mandamiento prohíbe hacerse una imagen de Dios. Ahora bien, no hace falta fabricarse una estatua para hacerse un ídolo. El creyente se construye inconscientemente dioses que son proyección de sí, de sus pensamientos y deseos7. Como cantan algunos salmos, se trata de una relación autorreferencial y, por ello, estéril: «tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven [...] sean así cuantos los hacen, cuantos confían en ellos» (Sl 113,5-8).
En el pasaje de la samaritana (Jn 4,1-30) se saca a colación este asunto. De hecho, como nota Jean-Louis Ska, se pasa del tema del agua al del esposo, para culminar en el de adorar. Temas que pueden parecer inconexos, si no fuera por el trasfondo veterotestamentario. Pues, como muestra este estudioso, el pasaje de Os 2 ilumina este episodio, ya que allí el que da el agua es el marido, y el matrimonio es una metáfora para indicar la alianza con Dios8. Por este motivo, la samaritana concluye con el tema de dónde adorar a Dios, que, según Jesús, no se confina a un lugar, sino «en espíritu y en verdad».
En los evangelios, tras los tres anuncios de la pasión, los discípulos reaccionan proyectando la imagen de mesianismo que tienen en la cabeza. Pero no solo. En las confrontaciones con las autoridades religiosas se halla latente una imagen de Dios9. De hecho, la condena de Jesús es por ser un blasfemo, y las controversias versan sobre la verdadera interpretación de la Ley. En las mismas tentaciones, lo que se pone en duda no es que Jesús sea el hijo de Dios, sino el modo de llevar adelante el mesianismo. Y esto igualmente comporta una idea de Dios y de su Reino basada en una manifestación triunfalista y apabullante, o la de un Dios que, más bien, cree en la misericordia y en la fuerza del amor, no obstante el rechazo de unos y la deserción reiterada de otros.
Renunciar a construirse una imagen de Dios es estar siempre dispuestos y abiertos al cambio, para acoger el modo en que Dios se quiere manifestar, que en muchos casos rompe nuestros esquemas. Es dejar que él corrija los marcos teóricos en los que lo encuadramos, así como las proyecciones y justificaciones religiosas que tantas veces podemos hacernos. Estar dispuestos a «nacer de nuevo», «adorar en espíritu y en verdad», es, como apuntaba el papa Francisco, estar dispuestos a no vivir «una cuaresma sin pascua» (EG 6). Es creer que «Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los que pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina» (EG 11).
3. Misericordia quiero
El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, hasta el punto de que, según Juan, no se puede amar a Dios si no se ama al prójimo (1 Jn 4,20). A lo largo del evangelio de Mateo, hasta por dos veces se repite la cita de Os 6,6: «misericordia quiero, más que sacrificios». Con este reclamo revela Jesús la tendencia humana a desplazar lo esencial por lo periférico. Es más, a sustituir lo central por una práctica que, vaciada de su motivación profunda, se vuelve estéril.
Esencial en el seguimiento de Jesús es la misericordia y el hambre y la sed de la justicia. Esto es, que los seres humanos puedan vivir como hermanos y que a todos les llegue el pan de cada día, fruto de un trabajo digno y de unas condiciones de vida estables. La resurrección supone la inversión de los valores, pues la muerte no vence a la vida. Vivir desde esta hermenéutica comporta arriesgarse por la causa del Reino.
3.1. El ayuno que yo quiero
Mientras en las bienaventuranzas de Lucas Jesús llama dichosos a los que tienen hambre (Lc 6,21), Mateo matiza que el hambre y la sed lo son por la justicia (Mt 5,6). Y precisamente la crítica profética va en esta línea. Pues mientras en Isaías se denuncia el «ayuno de la justicia», los evangelios realzan la experiencia contraria: «el hambre y sed» de la misma.
Dos son los pasajes de Isaías que especialmente escuchamos en cuaresma y que apuntan con mucho tino al corazón de lo que es central. En Is 1,10-20 encontramos una crítica bastante mordaz sobre el sacrificio. Dios, en estilo directo, interviene y ridiculiza las prácticas religiosas que están haciendo. Se utilizan dos imágenes muy potentes que, personalmente, me resultan extremadamente plásticas: Dios se tapa los ojos y los oídos para no ver ni escuchar.
Pues bien, tras la denuncia se invita a la conversión a través de una serie de imperativos y de promesas. Llama especialmente la atención el que se inste no solo a dejar de hacer el mal, sino también a «aprender a hacer el bien», que se concreta en buscar lo que es justo para las que son consideradas las categorías más débiles: el pobre, el huérfano y la viuda.
Igualmente gráfico es el segundo pasaje de Isaías, esta vez centrado no en el sacrificio, sino en el ayuno (Is 58,1-12). Dios, también en estilo directo, hace una especie de sátira a través de preguntas retóricas que culminan con la pregunta: «¿Acaso es este el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? [...] ¿A esto le llamáis “ayuno” y “día grato al Señor”?» (Is 58,5).
Si antes se había dicho que su ayuno es para ser vistos por Dios, aquí es para hacer oír sus voces en el cielo, mientras en la tierra explotan a los trabajadores y actúan con violencia. A partir del v. 6 se explicita cuál es el ayuno que Dios quiere: desatar los lazos de la maldad, deshacer la coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, partir el pan con el hambriento, recibir a los pobres en la propia casa, cubrir al desnudo y no apartarse de los semejantes. Igualmente, la invitación va acompañada de promesas muy motivadoras.
Recapitulando, de los textos de Isaías se podría inferir que el ayuno que Dios quiere es el de no cometer injusticias. Pero rastreando en los textos se puede también concluir que eso no es suficiente, ya que no solo se ordena la abstención de la maldad, sino la realización de lo bueno. Y con ello damos un paso más.
3.2. El ayuno que no quiero
En la celebración de Cristo Rey escuchamos el impresionante pasaje del llamado «juicio final» (Mt 25,31-45). Se trata de un texto muy rico y, además, ubicado en Mateo justo antes de la pasión y muerte, que comienza a continuación. El pasaje muestra muchos contrastes, pero voy a señalar dos que resultan especialmente llamativos. Tras presentar a los dos grupos diferenciados, uno a la derecha y otro a la izquierda, el texto trabaja sobre los motivos de la separación.
El primer motivo que cabe destacar es que la causa de estar a la derecha o a la izquierda no es por ser cristianos o no, ni tampoco en base a una ideología, cultura, procedencia o religión, sino por mostrar caridad hacia los más pequeños en gestos concretos que más o menos aparecían recogidos en el texto de Is 58: dar de comer al hambriento y de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo y visitar a quienes están enfermos o en la cárcel.
El segundo elemento interesante es que un grupo está a la derecha por hacer el bien, y el otro a la izquierda no por hacer el mal, sino por no hacer el bien. Por tanto, la distinción que se establece no es entre «buenos» y «malos», en el sentido de que los unos han obrado la injusticia, y los otros la justicia. La diferencia está en hacer el bien o dejarlo de hacer.
Se podría decir que, en cierto modo, esta postura se asemeja a la parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37). De hecho, Jesús muy inteligentemente cambia la pregunta, pues si el letrado le cuestiona sobre un tema de moda y candente en aquella época –«¿quién es mi prójimo?»–, tras la parábola Jesús le lanza otra pregunta: «¿Quién se hizo prójimo?». No se trata de teorizar sobre a quién me debo acercar y con quién debo actuar de una determinada manera, sino que la posibilidad de «hacerse prójimo» está en nuestro tejado. No hay condicionamientos externos para hacerse hermanos. Los condicionamientos son internos.
Por tanto, según lo que hemos visto, no sería suficiente ayunar de injusticia. Esto es, de no hacer el mal. De lo que no se debe ayunar, en cambio, es de hacer el bien. La vida en su cotidianeidad nos presenta muchas ocasiones de hacernos prójimos o de mostrar, al menos, un poco de acogida, comprensión y solidaridad con los más pequeños. Ser prójimos está al alcance de nuestra mano y en muchas ocasiones supone ayunar de nuestros tiempos y proyectos, pues, como el samaritano, nos encontramos con situaciones no previstas que nos hacen detenernos y desviarnos por un momento de nuestra ruta para acompañar el camino de otros.
La paradoja es que a veces damos «un rodeo», porque en este camino de «seguimiento» todos estos encuentros fortuitos con los desvalidos de la historia parecen «retrasarnos», y no llegamos a misa, a las actividades pastorales, a nuestras obligaciones diarias, etc. Y, sin embargo, lo sorprendente es que al final Jesús no nos preguntará por los resultados de todas estas actividades, sino si hemos sido capaces de hacernos prójimos. Ciertamente, los textos no instan a la irresponsabilidad, pero sí a la caridad y a la no auto-justificación. Como en el caso de aquella mujer que se acercó a ungir los pies de Jesús, lo que cuenta no es que no tuviera pecados, sino que «amó mucho» (Lc 7,47). Ojalá al final de esta cuaresma Jesús pueda decir algo parecido de nosotros. Entonces seguramente es que habremos vivido lo esencial.
* Profesora Universidad Pontificia Comillas. .
1. Cf. U. Luz, El evangelio de Mateo (Mt 1–7), vol. I, Sígueme, Salamanca 1993, 451.
2. Cf. S. Guijarro Oporto, «Evangelio según San Mateo», Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Estella 1995, 49.
3. Cf. J. A. Badiola, La voluntad de Dios en el evangelio de Mateo, Eset, Vitoria-Gasteiz 2009, 42.
4. Cf. P. Bovati, Giustizia e ingiustizia nell’Antico Testamento, Dispense PIB, Roma 2001, 184.
5. Cf. U. Luz, El evangelio de Mateo (Mt 18–25), vol. III, Sígueme, Salamanca 2003, 170-172.
6. Cf. J.-L. Ska, Abraham y sus huéspedes. El patriarca y los creyentes en el Dios único, Verbo Divino, Estella 2004, 95.
7. J. M. Mardones, Matar a nuestros dioses. Un Dios para un creyente adulto, PPC, Boadilla del Monte 20098.
8. Cf. J.-L. Ska, El camino y la casa. Itinerarios bíblicos, Verbo Divino, Estella 2005, 221-235.
9. J. Peguero Pérez, La figura de Dios en los diálogos de Jesús con las autoridades en el templo. Lectura de Mc 11,27–12,34, Editrice Pontificia Università Gregoriana, Roma 2004.
Algunos tiempos litúrgicos, como el Adviento y la Cuaresma, se presentan como tiempos de «preparación» para la vivencia de los misterios centrales de la fe cristiana: la Navidad o la Pascua. Acerca del primero solemos escuchar que tenemos que preparar nuestra casa para acoger al Niño que llega. Con respecto a la Cuaresma, el acento recae en la conversión.
En sendos casos parecería que se trata de unos «previos» necesarios antes del «Encuentro». Y aunque es cierto que debemos prepararnos, esta forma de plantearlo puede descentrar la verdadera motivación de su objetivo, que es el seguimiento. De hecho, a veces la conversión viene inducida por el perfeccionamiento ético y espiritual y no tanto por el amor.
La Escritura contempla este posible desplazamiento de lo esencial a lo periférico. Por esta razón vamos a recorrer algunos pasajes que nos resitúan en lo que debería ser fundamental para la vivencia de este tiempo.
1. Del qué al quién
El modo en que empieza y termina el evangelio de Juan puede sernos un buen punto de partida. En aquel famoso pasaje de vocación de los primeros discípulos, al ver que le seguían, Jesús se da media vuelta y les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos al instante responden: «¿Dónde vives?». Entonces Jesús les lanza la invitación al seguimiento: «Venid y lo veréis» (Jn 1,37-39). Sin embargo, al final del evangelio la conversación entre el Resucitado y María Magdalena no se cifra en un «qué», sino en un «quién». De hecho, ante el llanto de ella, Jesús interviene con la pregunta: «¿A quién buscas?» (Jn 20,15).
El paso del «qué» al «quién» probablemente es intencional. Tras la invitación, los discípulos han ido con Jesús y han podido ver dónde y cómo vive. En el camino han hecho experiencia de su persona y de lo que comporta el seguimiento y el vivir volcados día y noche por y para el Reino. Se podría decir que su itinerario vocacional, poco a poco, se ha ido perfilando como un pasar de «buscar algo» a «buscar a alguien» y, en este sentido, se ha producido un crecimiento en lo esencial. Veamos cómo este aspecto se modula en otros textos.
1.1. De lo «exterior» a lo «escondido»
El Miércoles de Ceniza se abre con el conocido texto de Mateo sobre la limosna, la oración y el sacrificio (Mt 6,1-18). Dicho pasaje se halla en el corazón del sermón de la montaña (Mt 5–7) y versa sobre la relación con Dios a través de sus tres expresiones típicas y visibles.
Aunque el elemento central sobre la oración está más desarrollado, pues contiene el Padrenuestro, en las tres unidades se repite la misma estructura. Se comienza de la misma forma: «y cuando des limosna / oréis / ayunéis»... A continuación, se indica lo que no se debe hacer: «no lo anunciéis a toque de trompeta»; «no seáis como los hipócritas»; «no pongáis cara triste». En su defecto, se señala cómo se debería actuar: «tú, en cambio». Las tres unidades concluyen: «y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».
En referencia a lo que no se debe hacer, Mateo caricaturiza, exagera y amplifica el comportamiento erróneo. ¿Dónde está el fallo? ¿En la práctica en sí misma? No. El texto no critica el que se dé limosna o se haga sacrificio u oración, sino el por qué y el para qué de todo ello: «para llamar la atención»; «para que la gente los alabe»; «para ser vistos».
Por un lado, la forma de gestionar la oración, el sacrificio y, especialmente, las dádivas fraguó ciertas prácticas sociales que suponían instrumentalizar la beneficencia con la intención de mejorar la imagen pública1. Por otro lado, vivido así, estos comportamientos suponen igualmente la instrumentalización de la relación con Dios, ya que te hacen merecedor de la salvación2.
El reproche de Jesús no va en la línea de que la justicia no deba tener una dimensión pública. Sucede algo parecido con la crítica profética acerca del culto. Evidentemente, este debe gozar de una visibilidad externa; de otro modo, no sería un acto de culto. El problema surge cuando interior y exterior no coinciden: «Este pueblo me honra con la lengua, pero su corazón está lejos de mi» (Is 29,13).
Aquí la consecuencia es clara. Si lo que se busca no es la apertura a Dios ni al hermano, sino el que la «gente los alabe», entonces ya «han recibido su recompensa». Es decir, si se hace de la limosna, la oración y el ayuno una auto-celebración o exhibición de sí, la recompensa ya se obtiene por el mismo hecho de ser visto.
El texto corrige esta forma de vivir las tres prácticas presentando un contra-modelo cuyo acento recae en un Dios que ve «en lo secreto». Ahora bien, «hacer algo en lo secreto» no indica hacer un acto «a escondidas» o sin que nadie lo vea. Apunta hacia dónde debe estar orientado el comportamiento y cuál debería ser su verdadero motivo: el Padre y no la auto-referencialidad. Pues daría igual hacer algo que nadie viera, si al final uno se auto-celebra.
La relación con Dios debe ser gratuita. La tentación más frecuente del creyente es intentar domesticar la libertad de Dios y convertirse en su origen. Es la otra cara de la moneda del episodio del pecado de Gn 3. De hecho, se puede «apresar el fruto» con el comportamiento. Y en consecuencia, «si yo soy bueno», «Dios tiene que ser bueno». Nos constituimos así en el origen de su bondad. Y querer convertirse en el «origen» y no confiar es lo que Génesis describe como el pecado fundamental.
En el mismo corazón de estos pasajes –el Padrenuestro (Mt 6,9-13)– se observa cómo el término Padre, que hasta el momento ha aparecido en un contexto de responsabilidad ética –esto es, de «lo que debemos hacer»– recibe un nuevo giro. Pues no se trata ya de lo que debemos hacer, sino de lo «que podemos esperar» de un Padre que sabe lo que necesitamos antes de pedírselo: «mientras que, tradicionalmente, la relación con Dios se cifraba en lo que el ser humano debía hacer para atraerse la benevolencia divina (hacer limosna, hacer oración, hacer ayuno), la oración que Jesús enseña es más bien un recibir de Dios»3.
En consecuencia, un primer elemento esencial para el tiempo de cuaresma es vivir la «ascesis» de no hacer prácticas auto-referenciales, de no convertirnos en el origen, de recibirnos de Dios y de los hermanos. Para esto es fundamental la apertura hacia el Otro y hacia los otros o, como indica la Escritura, no «cerrarse en la propia carne».
1.2. Del perfeccionamiento ético al seguimiento
Otro episodio que ilustra cómo tras comportamientos nobles podemos desplazar la búsqueda de un «quién» por la de un «qué» es el del joven rico (Mt 19,16-22). El diálogo de Jesús con este personaje está marcado por los contrastes. Así pues, el joven comienza con una pregunta ubicada en el ámbito del «hacer»: «¿qué debo hacer de bueno...?». Y la finalidad del «hacer» se formula con el verbo «tener»: «...para obtener la vida eterna».
Jesús, sin embargo, sitúa su respuesta en otro ámbito. Primero reconduce el objeto directo del «hacer» a un sujeto con mayúsculas: «¿Por qué me preguntas por lo bueno? El Bueno es uno solo». Luego no es cuestión solo de «hacer lo bueno», sino de «ser» como Dios es: Bueno. El verbo «tener» también se cambia por «entrar» en la vida eterna. La vida eterna no se «obtiene»; en la vida eterna se «entra».
Puntualizando de este modo, Jesús pone el tema en el lugar correspondiente. Sin embargo la condicional que formula parecería mantenerse en las mismas coordenadas del «hacer»: «si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». De hecho, el joven pregunta: «¿Cuáles?». Y, tras la retahíla de preceptos, él insiste: «¿Qué me falta todavía?». De nuevo Jesús precisa que no se trata de cantidad, sino de calidad, y le muestra hacia dónde debe ir dirigida la «perfección» que ansía: «Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven aquí y sígueme».
Con esta puntualización se entiende que «guardar los mandamientos» no se reduce para Jesús al mero cumplimiento formal, sino al cumplimiento del espíritu, y esto compromete la conciencia e implica discernimiento. Guardar el espíritu de los mandamientos equivale a obedecer al corazón de la Ley, que en la segunda tabla del decálogo es el amor al prójimo (Lv 19,18). En consecuencia, si lo normativo es el hermano, obedecer a la Ley no es tan solo no robar o no matar. El rostro del «otro» debe cuestionar también mi modo de poseer y mi relación con las riquezas4. Por tanto, no basta con no robar; es necesario además querer el bien del prójimo por encima del propio. Por eso se le invita a vender lo que tiene y darlo a los pobres. Esa es la «perfección».
Al joven que pregunta por «hacer lo bueno» se le dice que «uno solo es el Bueno». Esto es, la relación no es con una norma, sino con una Persona, y en esto se muestra la «madurez». De hecho, se utiliza el término «joven» en contraste con el de «perfección», que, si bien puede señalar esta acepción, tiene el matiz de madurez5. El paso de la inmadurez a la madurez es el paso del cumplimiento de una norma al seguimiento de una persona; del formalismo a la vivencia del espíritu de la Ley, que comporta un «quien». El rostro del hermano debe cuestionar mi modo de vivir.
2. Con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas
El paso del «qué» al «quién» no es un previo para encontrarse con Dios. En la Escritura, ese paso se da dentro del mismo seguimiento. Pues, tanto en el AT como en el NT, no es la conversión la que produce el perdón, sino que es el perdón el que produce la conversión. El seguimiento de una persona embauca en un dinamismo continuo que requiere la constante conversión.
La respuesta al joven rico nos ha dejado dos elementos vertebrales: amar a Dios y amar al prójimo. ¿Qué significa amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas? Inevitablemente, me viene la respuesta de Pedro Arrupe: «Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama por la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas los fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud».
Dos textos se suelen leer en este tiempo de cuaresma: el de Nicodemo (Jn 3,1-21) y el de la Samaritana (Jn 4,1-30). Aunque son dos pasajes de una densidad teológica inconmensurable, los traemos a colación para profundizar en uno de sus aspectos, ya que en cierto modo forman un díptico. De hecho, en sendas narraciones se habla de «nacer del agua y del espíritu» y de «adorar en espíritu y en verdad».
2.1. Nacer del espíritu
El diálogo con Nicodemo introduce el término «nacer», que expresa magistralmente algo esencial del seguimiento. Jesús habla de «nacer de lo alto», mientras que Nicodemo se plantea la dificultad de «nacer de nuevo siendo ya viejo». El potencial metafórico de esta última consideración es enorme, ya que Nicodemo apunta a una de las que suelen ser nuestras mayores resistencias.
A lo largo de la vida hacemos experiencias que nos dejan como necrosados. A veces sentimos que aquello que amamos profundamente nos ha traicionado; que valores en los que creíamos muestran su lado oscuro. En ciertas ocasiones experimentamos cómo nuestro propio pecado resulta un impedimento que hace casi imposible el nacer. Por eso nos cuesta volver a poner todo el corazón y toda la carne en el asador y volver a amar con todas nuestras fuerzas, porque nos sentimos heridos y tocados.
Todas estas experiencias, que forman parte del bagaje existencial, pueden «hacernos viejos» o, por el contrario, pueden convertirse en el punto de partida del «nacer» con otra lógica que no es la humana. Según Jesús, todo aquel que «nace del espíritu» es como el viento: se puede escuchar su voz, pero no se sabe de dónde viene ni hacia dónde va (Jn 3,8). Si ponemos este episodio en paralelo con aquel de Pedro al final del evangelio (Jn 21), quizá se entienda mejor lo que significa.
En el lago de Tiberíades, el Resucitado se aparece y, tras la comida con los discípulos, tiene lugar el diálogo con Pedro. Así como tres han sido las negaciones, así por tres veces se le pregunta por su amor. A través de un juego de verbos –«querer» y «amar»– Pedro parecería reconocer que, aunque él «le quiere», como ha quedado patente, es incapaz de un «amor» hasta el extremo.
Jesús, sin embargo, le promete un amor así. De hecho, un día llegará a dar su vida por él. En este contexto reaparece la metáfora de «ser viejo» y el campo semántico del «ir»: «cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21,18). A continuación le invita a seguirle con la fórmula típica de la llamada: «Tú, sígueme» (Jn 21,19). Como en Gn 3, el pecado no elimina la vocación.
Si hacemos una lectura simultánea del texto de Nicodemo y el de Pedro, se puede inferir que «nacer de lo alto» y, con ello, del Espíritu es meterse en un dinamismo de confianza donde incluso uno es llevado adonde humanamente no quiere ir. Ser hombres y mujeres movidos por el Espíritu no es sinónimo de ir adonde uno quiere o ser simplemente imprevisibles, sino vivir movidos por Dios y polarizados por su Reino. Dejarse alterar y renunciar a llevar el propio control de la historia y la seguridad que suele producir el formalismo. Como Abraham a sus 75 años, «dar el salto en el vacío, de la partida sin retorno y de un acto de fe que le proyecta hacia un lugar desconocido y enteramente por descubrir»6.
Es más, según el texto de Jn 21, «ser viejo» no impide nacer de nuevo. Todo lo contrario: posibilita esta experiencia, ya que el ser humano, siendo menos autosuficiente y habiendo hecho experiencia de la fragilidad de su fidelidad, se abre más a Dios. La primera llamada se renueva y, aunque vivida con más realismo, no por ello es un realismo escéptico o desesperanzado. De hecho, la promesa de llegar a un amor hasta el extremo sigue vigente, solo que con la conciencia de que a eso no llegamos a fuerza de puños, sino porque «somos llevados», aunque ciertamente nosotros «extendamos las manos».
2.2. No te harás una imagen de Dios
El segundo mandamiento prohíbe hacerse una imagen de Dios. Ahora bien, no hace falta fabricarse una estatua para hacerse un ídolo. El creyente se construye inconscientemente dioses que son proyección de sí, de sus pensamientos y deseos7. Como cantan algunos salmos, se trata de una relación autorreferencial y, por ello, estéril: «tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven [...] sean así cuantos los hacen, cuantos confían en ellos» (Sl 113,5-8).
En el pasaje de la samaritana (Jn 4,1-30) se saca a colación este asunto. De hecho, como nota Jean-Louis Ska, se pasa del tema del agua al del esposo, para culminar en el de adorar. Temas que pueden parecer inconexos, si no fuera por el trasfondo veterotestamentario. Pues, como muestra este estudioso, el pasaje de Os 2 ilumina este episodio, ya que allí el que da el agua es el marido, y el matrimonio es una metáfora para indicar la alianza con Dios8. Por este motivo, la samaritana concluye con el tema de dónde adorar a Dios, que, según Jesús, no se confina a un lugar, sino «en espíritu y en verdad».
En los evangelios, tras los tres anuncios de la pasión, los discípulos reaccionan proyectando la imagen de mesianismo que tienen en la cabeza. Pero no solo. En las confrontaciones con las autoridades religiosas se halla latente una imagen de Dios9. De hecho, la condena de Jesús es por ser un blasfemo, y las controversias versan sobre la verdadera interpretación de la Ley. En las mismas tentaciones, lo que se pone en duda no es que Jesús sea el hijo de Dios, sino el modo de llevar adelante el mesianismo. Y esto igualmente comporta una idea de Dios y de su Reino basada en una manifestación triunfalista y apabullante, o la de un Dios que, más bien, cree en la misericordia y en la fuerza del amor, no obstante el rechazo de unos y la deserción reiterada de otros.
Renunciar a construirse una imagen de Dios es estar siempre dispuestos y abiertos al cambio, para acoger el modo en que Dios se quiere manifestar, que en muchos casos rompe nuestros esquemas. Es dejar que él corrija los marcos teóricos en los que lo encuadramos, así como las proyecciones y justificaciones religiosas que tantas veces podemos hacernos. Estar dispuestos a «nacer de nuevo», «adorar en espíritu y en verdad», es, como apuntaba el papa Francisco, estar dispuestos a no vivir «una cuaresma sin pascua» (EG 6). Es creer que «Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los que pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina» (EG 11).
3. Misericordia quiero
El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, hasta el punto de que, según Juan, no se puede amar a Dios si no se ama al prójimo (1 Jn 4,20). A lo largo del evangelio de Mateo, hasta por dos veces se repite la cita de Os 6,6: «misericordia quiero, más que sacrificios». Con este reclamo revela Jesús la tendencia humana a desplazar lo esencial por lo periférico. Es más, a sustituir lo central por una práctica que, vaciada de su motivación profunda, se vuelve estéril.
Esencial en el seguimiento de Jesús es la misericordia y el hambre y la sed de la justicia. Esto es, que los seres humanos puedan vivir como hermanos y que a todos les llegue el pan de cada día, fruto de un trabajo digno y de unas condiciones de vida estables. La resurrección supone la inversión de los valores, pues la muerte no vence a la vida. Vivir desde esta hermenéutica comporta arriesgarse por la causa del Reino.
3.1. El ayuno que yo quiero
Mientras en las bienaventuranzas de Lucas Jesús llama dichosos a los que tienen hambre (Lc 6,21), Mateo matiza que el hambre y la sed lo son por la justicia (Mt 5,6). Y precisamente la crítica profética va en esta línea. Pues mientras en Isaías se denuncia el «ayuno de la justicia», los evangelios realzan la experiencia contraria: «el hambre y sed» de la misma.
Dos son los pasajes de Isaías que especialmente escuchamos en cuaresma y que apuntan con mucho tino al corazón de lo que es central. En Is 1,10-20 encontramos una crítica bastante mordaz sobre el sacrificio. Dios, en estilo directo, interviene y ridiculiza las prácticas religiosas que están haciendo. Se utilizan dos imágenes muy potentes que, personalmente, me resultan extremadamente plásticas: Dios se tapa los ojos y los oídos para no ver ni escuchar.
Pues bien, tras la denuncia se invita a la conversión a través de una serie de imperativos y de promesas. Llama especialmente la atención el que se inste no solo a dejar de hacer el mal, sino también a «aprender a hacer el bien», que se concreta en buscar lo que es justo para las que son consideradas las categorías más débiles: el pobre, el huérfano y la viuda.
Igualmente gráfico es el segundo pasaje de Isaías, esta vez centrado no en el sacrificio, sino en el ayuno (Is 58,1-12). Dios, también en estilo directo, hace una especie de sátira a través de preguntas retóricas que culminan con la pregunta: «¿Acaso es este el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? [...] ¿A esto le llamáis “ayuno” y “día grato al Señor”?» (Is 58,5).
Si antes se había dicho que su ayuno es para ser vistos por Dios, aquí es para hacer oír sus voces en el cielo, mientras en la tierra explotan a los trabajadores y actúan con violencia. A partir del v. 6 se explicita cuál es el ayuno que Dios quiere: desatar los lazos de la maldad, deshacer la coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, partir el pan con el hambriento, recibir a los pobres en la propia casa, cubrir al desnudo y no apartarse de los semejantes. Igualmente, la invitación va acompañada de promesas muy motivadoras.
Recapitulando, de los textos de Isaías se podría inferir que el ayuno que Dios quiere es el de no cometer injusticias. Pero rastreando en los textos se puede también concluir que eso no es suficiente, ya que no solo se ordena la abstención de la maldad, sino la realización de lo bueno. Y con ello damos un paso más.
3.2. El ayuno que no quiero
En la celebración de Cristo Rey escuchamos el impresionante pasaje del llamado «juicio final» (Mt 25,31-45). Se trata de un texto muy rico y, además, ubicado en Mateo justo antes de la pasión y muerte, que comienza a continuación. El pasaje muestra muchos contrastes, pero voy a señalar dos que resultan especialmente llamativos. Tras presentar a los dos grupos diferenciados, uno a la derecha y otro a la izquierda, el texto trabaja sobre los motivos de la separación.
El primer motivo que cabe destacar es que la causa de estar a la derecha o a la izquierda no es por ser cristianos o no, ni tampoco en base a una ideología, cultura, procedencia o religión, sino por mostrar caridad hacia los más pequeños en gestos concretos que más o menos aparecían recogidos en el texto de Is 58: dar de comer al hambriento y de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo y visitar a quienes están enfermos o en la cárcel.
El segundo elemento interesante es que un grupo está a la derecha por hacer el bien, y el otro a la izquierda no por hacer el mal, sino por no hacer el bien. Por tanto, la distinción que se establece no es entre «buenos» y «malos», en el sentido de que los unos han obrado la injusticia, y los otros la justicia. La diferencia está en hacer el bien o dejarlo de hacer.
Se podría decir que, en cierto modo, esta postura se asemeja a la parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37). De hecho, Jesús muy inteligentemente cambia la pregunta, pues si el letrado le cuestiona sobre un tema de moda y candente en aquella época –«¿quién es mi prójimo?»–, tras la parábola Jesús le lanza otra pregunta: «¿Quién se hizo prójimo?». No se trata de teorizar sobre a quién me debo acercar y con quién debo actuar de una determinada manera, sino que la posibilidad de «hacerse prójimo» está en nuestro tejado. No hay condicionamientos externos para hacerse hermanos. Los condicionamientos son internos.
Por tanto, según lo que hemos visto, no sería suficiente ayunar de injusticia. Esto es, de no hacer el mal. De lo que no se debe ayunar, en cambio, es de hacer el bien. La vida en su cotidianeidad nos presenta muchas ocasiones de hacernos prójimos o de mostrar, al menos, un poco de acogida, comprensión y solidaridad con los más pequeños. Ser prójimos está al alcance de nuestra mano y en muchas ocasiones supone ayunar de nuestros tiempos y proyectos, pues, como el samaritano, nos encontramos con situaciones no previstas que nos hacen detenernos y desviarnos por un momento de nuestra ruta para acompañar el camino de otros.
La paradoja es que a veces damos «un rodeo», porque en este camino de «seguimiento» todos estos encuentros fortuitos con los desvalidos de la historia parecen «retrasarnos», y no llegamos a misa, a las actividades pastorales, a nuestras obligaciones diarias, etc. Y, sin embargo, lo sorprendente es que al final Jesús no nos preguntará por los resultados de todas estas actividades, sino si hemos sido capaces de hacernos prójimos. Ciertamente, los textos no instan a la irresponsabilidad, pero sí a la caridad y a la no auto-justificación. Como en el caso de aquella mujer que se acercó a ungir los pies de Jesús, lo que cuenta no es que no tuviera pecados, sino que «amó mucho» (Lc 7,47). Ojalá al final de esta cuaresma Jesús pueda decir algo parecido de nosotros. Entonces seguramente es que habremos vivido lo esencial.
* Profesora Universidad Pontificia Comillas. .
1. Cf. U. Luz, El evangelio de Mateo (Mt 1–7), vol. I, Sígueme, Salamanca 1993, 451.
2. Cf. S. Guijarro Oporto, «Evangelio según San Mateo», Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Estella 1995, 49.
3. Cf. J. A. Badiola, La voluntad de Dios en el evangelio de Mateo, Eset, Vitoria-Gasteiz 2009, 42.
4. Cf. P. Bovati, Giustizia e ingiustizia nell’Antico Testamento, Dispense PIB, Roma 2001, 184.
5. Cf. U. Luz, El evangelio de Mateo (Mt 18–25), vol. III, Sígueme, Salamanca 2003, 170-172.
6. Cf. J.-L. Ska, Abraham y sus huéspedes. El patriarca y los creyentes en el Dios único, Verbo Divino, Estella 2004, 95.
7. J. M. Mardones, Matar a nuestros dioses. Un Dios para un creyente adulto, PPC, Boadilla del Monte 20098.
8. Cf. J.-L. Ska, El camino y la casa. Itinerarios bíblicos, Verbo Divino, Estella 2005, 221-235.
9. J. Peguero Pérez, La figura de Dios en los diálogos de Jesús con las autoridades en el templo. Lectura de Mc 11,27–12,34, Editrice Pontificia Università Gregoriana, Roma 2004.
Fuente: vía e-mail Paco Aranda
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Añade un comentario