JOSEP
GORNELLÀ, cornella@comg.cat
GIRONA.
ECLESALIA,
23/10/12.- Jueves 11 de octubre de 1962. Llovía a cántaros en
Girona cuando salíamos de la escuela. Era el presagio de las graves
inundaciones de aquella noche del Pilar. Mientras, las campanas de la
catedral no paraban de repicar: en Roma empezaba un Concilio. Con
doce años, sabíamos poco de aquel acontecimiento. Hoy, cincuenta
años después de aquel día, también jueves, quiero evocar algunas
pinceladas en forma de pensamientos y sentimientos relativos a un
hecho que marcaría profundamente mi vida de creyente. Lejos de una
aproximación teológica o de un análisis histórico, quiero aportar
más una experiencia personal vivida y revivida lo largo de esta
cincuentena.
¿Quien
convocaba el concilio?
El papa Juan XXIII había cautivado mi atención de preadolescente.
Tras la anquilosada figura de Pío XII, llegaba un papa rechoncho,
con un lenguaje que se hacía entender. Era un papa diferente. Era el
Papa de la sencillez y de los gestos de proximidad. Con los años, he
entendido que Roncalli fue un hombre de fidelidad extrema al
Evangelio que predicaba. ¡Se lo creía! Y lo vivía con profundidad.
Dicen que había hecho suya una frase "Dios lo es todo, yo no
soy nada" y que la repetía a menudo. Y esta frase, lejos de
anihilar-lo, le espoleaba a hacer aquello que entendía como voluntad
de Dios por encima de formalismos y tradiciones. Él se sintió un
instrumento en manos de la Providencia para acercar la iglesia,
curvada por tantos años de inmovilismo, a sus raíces. No era fácil.
Pero tenía el coraje de la fe.
Abrir
las ventanas, ventilar el polvo.
Fue una de las primeras expresiones de Juan XXIII al convocar el
concilio. La comparación era muy casera: durante muchos siglos,
decía el Papa, se ha ido depositando mucho polvo sobre el Evangelio,
y el polvo dificulta su lectura. Había que abrir bien las ventanas
sin miedo, era necesario que entrara el viento de fuera y ventilara
todo aquel polvo. Había que encontrar de nuevo la sencillez del
Evangelio. Había que prescindir de todo aquello que era superfluo.
Los fieles tendrían acceso directo a la biblia. Y, sin miedo, se
aplicarían las ciencias de la exégesis histórica sobre los textos
sagrados para dar una respuesta a la interpretación. Nada se puede
comprender si no se sitúa dentro del contexto en que fue escrito ni
se conocen los objetivos que tenía el autor en redactarlo. No había
nada que temer si se tenía confianza. No había que tener miedo al
iniciar un diálogo entre la iglesia y el mundo si sabíamos de donde
partíamos. No se podía tener miedo.
Contra
los profetas de calamidades.
Juan XXIII advirtió seriamente de los peligros que suponen los
profetas de calamidades, aquellos que, desde el más reciente pasado
hasta el presente, sólo saben ver inconvenientes y errores; aquellos
que no anuncian más que desgracias como si estuviera ya a punto de
llegar la destrucción del mundo. Este mensaje gana actualidad hoy,
cuando, inmersos en una grave crisis que, más allá de la economía
es también crisis de valores, surgen tantos profetas de calamidades
que infunden miedos sin fundamentos a la población. No hace
demasiados días, la conferencia episcopal española advertía sobre
una retahíla de calamidades, muy lejos de aquel espíritu de
confianza que tenía el Papa Juan en las palabras de Jesús cuando
dijo que no nos abandonaría nunca.
Los
signos de los tiempos.
Es una de las grandes aportaciones de Juan XXIII. Durante muchos años
se había creído que, desde la muerte del último de los apóstoles,
Dios ya no dirigía la palabra a la humanidad. Pero Juan XXIII
apuesta por una revelación que sigue vigente: Dios sigue
manifestándose a través de los signos del tiempo. De hecho, no es
ningún invento: la advertencia sobre que hay que prestar atención a
los signos del tiempo ya se encuentra en el mismo evangelio, cuando
Jesús critica a los de su tiempo que, sabiendo como saben predecir
si lloverá o si hará calor, no son capaces de entender su mensaje
liberador. Sin embargo, seguimos sin entender los signos del tiempo.
Y así nos va.
Aggiornamento.
Fue un neologismo que adquirió carta de identidad. Había que
ponerse al día. Había que dejar las viejas estructuras y actualizar
el mensaje. Había que tener en cuenta que el mundo va a una
velocidad y que la iglesia debe estar a la altura de las
circunstancias para poder dar testimonio de su mensaje valioso. Si
no, todo queda devaluado.
Y
después...
Juan XXIII murió al cabo de ocho meses de inaugurar el concilio. Su
espíritu juvenil se ha ido diluyendo y perdiendo. El Concilio queda
como un recuerdo histórico, pero no como un estilo de vida. La
tradición vuelve tener primacía sobre el frescor del Evangelio, se
han vuelto a cerrar ventanas, y vuelven los miedos. Proliferan los
profetas de calamidades que, dentro de la iglesia, velan para no
perder poder, y hay miopía para ver los signos de los tiempos de un
mundo que pide una palabra de paz y de amor, de justicia y de
esperanza, y de compromiso firme. Lejos del aggiornamento, siguen las
ceremonias anacrónicas, y vuelven los ornamentos y el latín....
Como decía el malogrado cardenal Martini, doscientos años separan
la realidad de la iglesia de la realidad del mundo. Pero agradezco,
desde el fondo del corazón, haber vivido aquellos años de
esperanzas y de utopías. Agradezco que, pese a la actual involución,
el espíritu de aquel 11 de octubre, todavía me da fuerza para
intentar seguir la utopía del Evangelio. ¡Gracias, querido Papa
Juan XXIII por haber sido un profeta de buena voluntad!
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