"En una ocasión, un pequeño
comerciante soñó que al cabo de pocos días llegaría a la aldea un peregrino que
le daría un diamante que le haría rico para siempre.
En
efecto, al cabo de poco tiempo se oyó hablar en el pueblo de la llegada de un
peregrino, que se había instalado en una cueva a las afueras. El comerciante
corrió a buscarlo y, sólo con verlo, le comenzó a gritar que le diera la piedra
que tenía. El peregrino rebuscó entre su bolsa y extrajo una piedra. «Probablemente
te refieras a esta», dijo, mientras se la entregaba al aldeano. «La encontré en
el sendero del bosque hace unos días. Por supuesto que puedes quedarte con
ella».
El
hombre se quedó mirando la piedra con asombro. ¡Era un diamante, el diamante
más grande que jamás había visto, casi tan grande como la mano de un hombre! Lo
agarró ávidamente entre sus manos y se marchó corriendo, pero aquella noche fue
incapaz de dormir, dando tumbos en la cama hasta la madrugada. Fue a despertar,
por fin, al peregrino y le dijo: «Dame la riqueza que te permite desprenderte
con tanta facilidad de este diamante»"
(A. DE MELLO, El canto del pájaro,
Sal Terrae, Santander, pp. 182-183).
He querido comenzar el comentario al relato
del evangelio con este cuento de Tony de Mello, porque me parece que expresa
bien la actitud de Jesús: no solo entrega el "diamante" de su vida,
sino que lo hace desde la más lúcida libertad y el más gratuito amor.
La llamada "última cena" –el
cuarto evangelio lo explicitará todavía mucho más a lo largo de 5 capítulos
(del 13 al 17), en lo que se conoce como el "testamento espiritual de
Jesús"- nos regala la lectura que el propio Jesús hace de su vida y el
sentido que da a su muerte.
Lectura y sentido que pueden resumirse en
una sola palabra. En los evangelios sinópticos, esa palabra es
"tomad"; en Juan, "entrega". Pero se trata de la misma
actitud.
Inmediatamente vienen a la memoria aquellas
otras palabras de Jesús, con las que, frente a la búsqueda de poder o de imagen
por parte de sus discípulos, define su misión: "Sabéis que los que figuran
como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las
oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre
vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre
vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a
ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos" (Marcos
10,42-45). O aquellas otras que recoge el Libro de los Hechos: "Jesús pasó
por la vida haciendo el bien" (Hechos 10,38).
Todos los testimonios convergen: la
vivencia de la fraternidad, sentida como compasión y vivida como servicio, fue
el rasgo característico del comportamiento de Jesús.
Puede decirse con razón que Jesús supo
vivir el gran "movimiento trinitario", al que me refería la semana
anterior: recibirse y entregarse. Es el movimiento sabio, que nace de la
comprensión profunda de quienes somos; más aún, únicamente es posible vivirlo
cuando –tematizándolo o no- estamos conectados de un modo consciente a nuestra
identidad más profunda. Porque eso es justamente lo que somos: Espaciosidad que
se recibe y se entrega.
En contacto consciente, íntimo y permanente
con la Fuente donde todo se origina ("el Padre y yo somos uno"),
Jesús no hacía otra cosa que ser cauce a través del cual fluía la Vida y el
Amor sin límites. Tanto en el gozo de la llamada "primavera galilea",
donde todo parecía sonreírle, como en la tragedia final en la que todo parecía
desmoronarse por completo, en el más atroz de los abandonos.
En uno y otro momento, no encontramos en
Jesús ni apropiación ni evitación de lo que ocurre. Aparecerían seguramente en
la superficie sentimientos involuntarios, que pueden llegar hasta la amargura
de Getsemaní, pero al permanecer consciente y anclado en su verdadera identidad
de no-separación con Todo lo que es, no solo acepta lo que sucede, sino que lo
vive desde la entrega confiada.
Ni la libertad ni el amor se mantienen a
golpe de voluntarismo. La clave radica en reconocer nuestra identidad más
profunda y permanecer anclados en ella.
De hecho, en cuanto nos
"desconectamos" –en realidad, nunca hay desconexión, sino solo
inconsciencia-, aparece el ego –una pobre idea de quienes somos- y empezamos a
organizar toda nuestra existencia desde él, desde sus necesidades y sus miedos.
La egocentración bloquea la entrega, y el
miedo hace imposible la libertad y el coraje. Solo cuando volvemos a recuperar
la consciencia clara de quiénes somos, dentro de ese único
"movimiento" de lo Real que, como la respiración, se recibe y se
entrega, empezamos a vivir de nuevo de una manera coherente y gozosa, plena.
En la celebración de la eucaristía,
actualizamos la vivencia de Jesús y conectamos con quienes somos en
profundidad. Y desde ahí celebramos la Unidad de todo lo que es.
Se trata, pues, no tanto de un "rito
religioso" que siguiera teniendo como sujeto al yo que busca salir
"fortalecido" de la Misa, sino de la celebración espiritual de la
Unidad que compartimos, con Jesús y con todos los seres.
Sin embargo, esa Unidad no podemos
celebrarla si permanecemos encerrados en las fronteras del yo, sino cuando
venimos a reconocer nuestra identidad más profunda, aquella que incluye y
trasciende el cuerpo, la mente y el psiquismo, la Conciencia ilimitada en la
que todo, en sus diferencias, es Uno.
En la celebración de la eucaristía, la
"memoria" de Jesús activa nuestro propio "recuerdo" y
favorece nuestra "vuelta a casa", al "Hogar" compartido,
recibiéndonos de la Fuente de la que estamos saliendo constantemente y entregándonos
a Ella en todas sus manifestaciones.
Enrique Martínez Lozano
Muchas gracias. Como de costumbre, muy iluminador.
ResponderEliminarGracias a tí, y a Paco Aranda que es quien me lo reenvió.
ResponderEliminarUn abrazo