Hoy nos encontramos con uno de tantos absurdos que tiene la vida: la
muerte de un niño. Resulta difícil aunar la infancia con la muerte, el
inicio de una vida que apenas había comenzado con este fin brusco que
estamos contemplando. Si dentro de la persona hay siempre un
interrogante ante la muerte que nos derrota, aun cuando aparece como
final y término digamos ‘normal’ de una vida, cuando golpea a la
infancia, siempre tan prometedora, la muerte nos destroza, y casi que
nos escandaliza. Seguramente que todos nos habremos preguntado en estos
momentos: ¿Por qué esta muerte tan prematura? ¿Por qué esta vida sin
realizarse, sin llegar a su plenitud? No se concibe que una vida
tan hermosa como es la de un niño dure apenas unos pocos años. Confieso
que yo tampoco encuentro el porqué, no se concibe que este brote de vida
haya sido cortado antes de abrirse.
Me atrevo a creer que capto los sentimientos de muchos, quiero
expresarlos, y reconozco que, por mucho que me lo propusiera, no
podría vivir plenamente, como Viky y Jose viven este gran dolor, y desde
luego que nada ni nadie nos prohíbe lamentarnos por esto que nos está
pasando. La misma palabra de Dios está llena de sentimientos de
sorpresa, dolor e impotencia, producidos por el contratiempo y las
adversidades, o, como es nuestro caso, por la sorpresa de la muerte que
nos amarga y envenena. Sí, hoy, como en otras circunstancias de nuestra
vida, tenemos la impresión de que todo se nos hunde, que todo se esfuma;
y entonces nuestra vida llega a perder hasta la perspectiva de
felicidad y bienestar.
¡Nos agrada tanto palpar la grandeza de la persona humana!
¡Nos agrada tanto recrearnos en las inmensas posibilidades que tiene
la persona humana de crecer y progresar, de hacer crecer y
hacer progresar! ¡Es tan palpable que la persona humana ha sido hecha
para amar y para asomarse a los demás y que sólo amando y acogiendo
siente que su vida es más viva! Todo esto es tan claro, que cuando por
una circunstancia cualquiera todo queda truncado, cae tan de lleno
sobre nosotros el peso de la contradicción que nos cuesta rehacernos
y serenarnos. Las ilusiones y los proyectos quedan cortados y
arrasados por el golpe irreversible de la muerte. Sí, comparto estas
angustias, todos los “por qué” que nos vienen al pensamiento y el peso
que nos oprime; y sería ciertamente mucho más angustioso que con este
inmenso sentimiento de ahogo, de sorpresa tristemente emocionada, y de
peso agobiante, no encontráramos ninguna respuesta.
La reacción más espontánea en estos momentos es tal vez la de
la protesta. Parece que sólo nos queda el dolor inmenso y la rabia
impotente ante una terrible injusticia sin culpable; el interrogante
adquiere un aire de rebelión viva y punzante, pero ¿rebelarse contra qué
o contra quién?
Pero si no tenemos respuesta hablando humanamente, a los cristianos, a
los que tenemos fe en Jesucristo, nuestra fe nos dice que podemos hacer
algo más. A nosotros no solo nos queda la rabia y la impotencia, nos
queda la esperanza, esperanza que no es ilusión; la esperanza que los
creyentes tenemos puesta en Jesucristo ilumina siempre nuestro camino,
aunque no quita el dolor ni el desconcierto. El mismo Jesús lloró ante
la muerte de su amigo Lázaro, y se mueve a compasión por la viuda que
llora a su hijo. Seguimos sin verlo todo claro, y preguntándonos el
porqué de muchas cosas, pero seguimos creyendo aunque no lo comprendamos
todo. Bajo este prisma de la fe, sí que os puedo decir una cosa bien
segura: Dios nos ama, y aunque no entendemos el porqué de esta muerte en
el inicio de la vida, la fe nos invita a hacer algo más: recurrir a la
oración y a la enseñanza de la Palabra.
La Palabra nos dice que los discípulos de Jesús tampoco podían
entender cómo él, que hacía el bien, que era un hombre bueno, que
predicaba el amor y la justicia, que hablaba de un mundo nuevo, tuviese
que morir en la cruz como un asesino. Jesús se hizo el encontradizo con
los discípulos de Emaús y les hizo entender sus porqués. Pidamos a
Jesús que, como a aquellos discípulos, nos enseñe a saber ver que Dios,
de la muerte puede sacar vida, porque nosotros así lo creemos aunque no
lo sepamos explicar. Confiamos que, como los discípulos cuando se
sentaron a la mesa y reconocieron a Jesús, y su tristeza se convirtió en
alegría, se nos hará la luz y entenderemos que Dios es la Vida y es más
fuerte que la muerte. Que nuestra oración sea la de aquellos
discípulos: “Señor, quédate con nosotros, que estamos mal y todo nos
parece noche. Acompáñanos en el camino de la vida. Sé nuestro compañero
de camino; cuando todo parece que ha terminado, danos esperanza,
háblanos de tu vida y de tu luz”.
Oramos para que Dios nos dé esperanza en medio de nuestro dolor.
Julen no necesita ciertamente de nuestra oración, porque sabemos que
Dios lo ha acogido ya en sus brazos, como Jesús acogía a los niños que
se acercaban a él. Pero sus padres y familiares, y no sólo ellos,
también todos nosotros, necesitamos esta oración. Oremos, pues, por
ellos y por todos nosotros, y pidamos al Señor que él mismo sea nuestra
fuerza en esta hora difícil. Nosotros no entendemos, pero confiamos que
Dios puede sacar vida de la muerte. No entendemos, pero hay alguien,
Jesús, que nos puede ayudar a entenderlo. No encontramos explicación,
pero hay alguien que nos promete un mundo nuevo, que nos habla de Vida.
Dios nos ofrece lo que en el fondo todos anhelamos y deseamos.
Los que creemos en Jesucristo tenemos en él una puerta abierta a la
esperanza. Si por una parte Jesús compartió con nosotros esta vida con
sus sufrimientos, contradicciones y limitaciones, por otra, lo creemos
vencedor de la muerte y de toda oscuridad. A Jesús podemos acercarnos en
los momentos duros y pesados para encontrar en él su palabra portadora
de consuelo: “si os encontráis cansados y agobiados, venid a mí”. Aferrados
a Jesús nos atrevemos a decir que la muerte no es la última palabra.
Sí, nuestra fe en Jesús nos hace capaces de hablar de Vida cuando más
envueltos nos encontramos por la muerte.
Tenemos derecho a lamentarnos, pero debemos buscar la esperanza,
porque seguro que la esperanza no está lejos de nosotros. Seguro que la
luz nos está cerca, a punto para iluminarnos en la oscuridad. ¿No
tendremos a mano alguna posibilidad de volver a encontrar la esperanza
perdida?
Mantengámonos constantes en la amistad y en la ayuda mutua.
Que nuestro gesto amistoso y solidario no sea sólo de un día. Tanto la
amistad, como la comunidad cristiana, ayudan a caminar. No estamos
solos, y los que sentimos el peso de esta muerte nos encontramos
hoy acompañados por un grupo de amigos y con la comunidad cristiana; con
su palabra y con su silencio, porque en estos casos cuesta expresar con
palabras lo que se siente interiormente. Con su presencia, en resumidas
cuentas, intentamos confortarnos en estos momentos. La vida tiene que
seguir, y, cuando el dolor hiere, es bueno sentirse especialmente
acompañado. ¿Y cómo no sentir todo el calor de la entrega de los que han
trabajado en el rescate, el del cariño de tantas personas de buena
voluntad que han estado en el día a día? Sí que se ha obrado un milagro,
el de la solidaridad.
Rafael Vivancos, párroco de san Juan de la Cruz de El Palo
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