A escala humana
La plegaria
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Pixabay
Rezamos porque nuestro privilegio es
poder pulsar con los labios la eternidad. En la plegaria habla nuestra
conciencia de plenitud, nuestra inmortalidad, nuestra redención
No existe persona que no
haya hecho alguna vez el listado de sus temores. En un momento de penumbra
existencial, ¿a qué tenemos miedo? A las penalidades de una enfermedad, al dolor
de la pérdida de los seres amados, a esa estancia prisionera que es la soledad.
Incluso a esa muerte que no lo es nunca más que en su presentimiento, cuando
podemos imaginar su golpe helado. Esa muerte que nos aguarda, como aguardaba al
protagonista de La montaña mágica, observando sus huesos en
los rayos X y pensando, solo entonces, que era un ser destinado a morir.
Pero nada hay que cause
tanto pavor como el silencio. Lo que nos permite vivir como hombres es hablar.
La frase inaugural del Evangelio de Juan se refiere al Verbo como inicio de todo
y nuestra cultura no ha dejado de recordarnos que es la palabra lo que siempre
nos queda, al principio y al final. Los dioses y los hombres combatieron en la
primera de las grandes guerras porque un poeta ciego recopiló una muchedumbre de
leyendas y les dio la forma de un extenso e insuperado poema épico que se
iniciaba con la cólera de Aquiles.
Jesús no se limitó a
meditar, aislado en el desierto o enmudecido en un monasterio. Nos habló. No ha
dejado de hablarnos durante 2.000 años. Explicó el misterio de nuestra relación
con Dios mediante metáforas, resumió nuestro vínculo con el Creador en la
oración del padrenuestro, resumió el amor y la esperanza en el sermón de la
montaña. Lanzó desde la Cruz, en su agonía indescriptible, su grito de reproche
y sus palabras de consuelo. Pues no hablamos solo para comunicarnos con otros.
Hablamos para dar nombre a las cosas, para comprender el mundo, para darle
consistencia y poder habitarlo con el corazón y la razón. «Nosotros hemos vivido
para salvaros las palabras. Para devolveros el nombre de cada cosa. Para daros
el recto camino de acceso al pleno dominio de la tierra», escribió Salvador
Espriu, fiel a su oficio de poeta de establecer la relación más íntima y sagrada
entre la realidad y el verbo, signo del espíritu. La palabra es penetración en
la sombra que nos rodea hasta nombrarla. La palabra es luz arrojada al desorden
del mundo anónimo y enmudecido. La palabra es hallazgo y resistencia de lo que
somos. Un mundo en silencio es un mundo sin alma.
Por eso rezamos. Lo hacemos
en grupo, recitando la perfecta oración de Jesús, que nos habla de un Padre que
es de todos, no solo de cada uno. A cuya voluntad nos entregamos. A cuya promesa
de venida del Reino atendemos, confiados. De cuyo amor esperamos el bienestar,
el origen de nuestra rectitud y la preservación del mal. Rezamos juntos
recordando la vida de Jesús, y reiterando el mensaje al que la Iglesia ha dotado
de nuevas palabras durante veinte siglos. Rezamos juntos porque al cantar,
unidos, damos forma y voz a nuestra comunidad de creyentes.
Pero no nos basta. Porque
nuestra plegaria se realiza también a solas. «¿Cómo llenarte, soledad, sino
contigo misma?», escribió Luis Cernuda. El propio poeta sevillano respondía:
hablando a solas, dando a la soledad su propio nombre. Y en ella, los cristianos
oramos. Hablamos con Dios sin recurrir a fórmulas, aunque muchas veces hallemos
en el padrenuestro el mejor modo de confortarnos, de descubrir lo que es nuevo y
permanente a la vez. Hay un hombre angustiado que habla al Creador, se muestra
humilde y se considera afortunado por ese vínculo que le permite atisbar la
eternidad, incluso cuando todo parece conjurarse para hacer de cada uno de
nosotros un pedazo de materia sin sentido.
Una plegaria
nueva
Hablamos con Dios buscando
una plegaria nueva, tendiendo las manos hacia el fondo del espíritu que yace
sangre abajo, que ondea en la cima de nuestra carne o que tapiza con su aliento
nuestra respiración constante. Rezamos porque, en ese momento perfecto, tierno,
difícil, lo que está hablando no es solo un ser dotado de los beneficios
biológicos de la evolución. Rezamos porque nuestro privilegio es poder pulsar
con los labios la eternidad. En la plegaria habla siempre nuestra convicción de
ser parte de un gran proyecto universal. Habla nuestra conciencia de plenitud,
nuestra inmortalidad, nuestra redención.
Rezamos tratando de
encontrar en las palabras el nombre de esa inmensa alegría de sabernos criaturas
del Todopoderoso. Rezamos para que se apiade de nosotros. Rezamos para decirle
que no somos dignos de Él, pero que confiamos en su misericordia. Rezamos para
decirle: «Señor, hago cuanto está en mi mano, y deseo usar esa libertad que me
has proporcionado para ser bondadoso, para acercarme a lo que esperas de mí.
Pero necesito tu fuerza, tu compasión, tu presencia y tu apoyo». Rezamos porque
tenemos miedo a dejar de tener ese diálogo con nuestra conciencia y a no poder
hablar a Dios. Rezamos para sostener en pie esa fe que nos permite saber que Él
se encuentra ahí, en el fondo de nosotros mismos, en nuestra voz exhalada, en
las palabras que hemos aprendido con su ayuda. Rezamos porque en el principio
fue el Verbo, y porque el Verbo no deja de decirnos esa Verdad esencial que nos
da significado. Y nosotros, los que no somos dignos, rezamos para escucharle:
«Pero una palabra tuya bastará para salvarme».
Fernando García de Cortázar, SJ
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
Fecha de Publicación: 07 de Junio de 2018
Enviado por Guillermo Raigón
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