"Nosotros somos buey y asno frente a lo eterno, buey y asno cuyos ojos se abren en la nochebuena de forma que, en el pesebre, reconocen a su Señor".
Autor: Cardenal Joseph Ratzinger
I. El especial calor humano
que tanto nos conmueve en la fiesta de navidad y que incluso en los
corazones de la cristiandad ha sobrepujado a la pascua, se desarrolló
por primera vez en la edad media, y aquí fue Francisco de Asís el que, partiendo de su profundo amor al hombre Jesús, hacia el Dios-con-nosotros, contribuyó a introducir esta novedad.
Su primer biógrafo, Tomás de Celano,
nos cuenta en su segunda biografía lo siguiente: «Más que ninguna otra
fiesta celebraba él la navidad con una alegría indescriptible. Él
afirmaba que ésta era la fiesta de las fiestas, pues en ese día Dios se hizo un niño pequeño y se alimentó de leche del pecho de su madre, lo mismo que los demás niños.
Francisco abrazaba -¡y con qué delicadeza y devoción!- las imágenes que representaban al niño Jesús
y lleno de afecto y de compasión, como los niños, susurraba palabras de
cariño. El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel».[3]
De tales sentimientos procedió la famosa celebración de la navidad en Greccio (año 1223), a la cual le pudieron animar e incitar su visita a la tierra santa y al pesebre que se halla en Santa María la Mayor en Roma; pero lo que sin duda influyó más en él fue el deseo de más cercanía, de más realidad.
Y le movió asimismo a ello el deseo de hacer presente a Belén, de experimentar directamente la alegría del nacimiento del niño Jesús y de comunicar esa alegría a sus amigos.
De esa noche del pesebre nos habla Celano en la primera biografía, de tal manera que conmovió cada vez más a los hombres
y, al mismo tiempo, contribuyó decisivamente a que pudiera
desarrollarse y extenderse esta hermosísima costumbre de la navidad: la
de montar «belenes» o «nacimientos». (…)
II En la cueva de Greccio, por indicación de Francisco, se pusieron aquella noche un buey y un asno [7]. Efectivamente, él había dicho:
Desearía provocar el recuerdo del niño Jesús con toda la realidad posible, tal como nació en Belén
y expresar todas las penas y molestias que tuvo que sufrir en su niñez.
Desearía contemplar con mis ojos corporales cómo era aquello de estar recostado en un pesebre y dormir sobre las pajas entre un buey y un asno.[8]
Desde entonces, un buey y un asno forman parte de la representación del pesebre o nacimiento. ¿Pero de dónde proceden propiamente estos animales? Los relatos de la navidad del nuevo testamento no nos narran nada acerca de esto.
Pero, si profundizamos
esta cuestión, topamos con un hecho que es importante para todas las
costumbres navideñas y sobre todo para la piedad navideña y pascual de
la iglesia en la liturgia y al mismo tiempo en los usos populares.
El buey y el asno no son simples productos de la fantasía; se han convertido, por la fe de la iglesia, en la unidad del antiguo y nuevo testamento, en los acompañantes del acontecimiento navideño. En efecto, en Isaias/01/03 se dice concretamente: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».(…)
En las representaciones medievales de la navidad, no deja de causar extrañeza hasta qué punto ambas bestias tienen rostros casi humanos, y hasta qué punto se postran y se inclinan ante el misterio del Niño como si entendieran y estuvieran adorando.
Pero
esto era lógico, puesto que ambos animales eran como los símbolos
proféticos tras los cuales se oculta el misterio de la iglesia, nuestro
misterio, puesto que nosotros somos buey y asno frente a lo eterno, buey y asnos cuyos ojos se abren en la nochebuena de forma que, en el pesebre, reconocen a su Señor.
III ¿Pero le reconocemos realmente?
Cuando nosotros ponemos el buey y el asno en el portal, deben venirnos a
la memoria aquellas palabras de Isaías, las cuales no son sólo
evangelio -promesa de un conocimiento que nos ha de llegar- sino también
juicio por nuestra ceguera actual. El buey y el asno conocen, pero «Israel no tiene conocimiento, mi pueblo no tiene inteligencia».
¿Quién es hoy el buey y el asno,
quién «mi pueblo», que está sin inteligencia? ¿En qué se conoce al buey
y al asno y en qué a «mi pueblo»? ¿Por qué se da el fenómeno de que la
irracionalidad conoce y la razón se halla ciega?
Para encontrar una respuesta, debemos volvernos nuevamente, con los padres de la iglesia, a la primera navidad. ¿Quién es el que no conoció? ¿Y quién conoció? ¿Y por qué ocurrió así.
Ahora bien, el que no conoció fue Herodes,
el cual tampoco comprende nada cuando se le anuncia el nacimiento del
Niño. Sólo sabe de su afán de dominio y de su ambición de mando y de la
manía persecutoria correspondiente y, por ello, se hallaba profundamente
cegado (Mt 2,3).
El que no conoció fue también «todo Jerusalén con él» (Ibid.). Quienes no conocieron fueron los hombres vestidos lujosamente, las gentes importantes
(Mt 11,8). Los que no conocieron fueron los señores sabihondos, los
entendidos en Biblia, los especialistas en la interpretación de la
sagrada Escritura, los cuales conocían con exactitud los pasajes de la
Biblia, y, sin embargo, no entendían una palabra (Mt 2,6).
Los que le conocieron como el «buey y el asno» fueron: los pastores, los magos, María y José.
¿Podía ser de otra manera? En el establo donde él se encuentra no se ve
gente fina, allí están como en su casa el buey y el asno.
¿Pero qué es lo que ocurre con nosotros? ¿Nos hallamos tan alejados del establo porque somos demasiado finos y demasiado sesudos para ello?
¿No nos enredamos también nosotros en sabihondas interpretaciones de la
Biblia, en pruebas de la autenticidad o inautenticidad, de forma que
nos hemos hecho ciegos para el Niño y no percibimos ya nada de él?
¿No
estamos demasiado en «Jerusalén», en el palacio, encasillados en
nosotros mismos, en nuestra propia gloria, en nuestras manías
persecutorias para que podamos oír en seguida la voz de los ángeles, acudir al pesebre y ponernos a adorar?
Así en esta noche nos contemplan los rostros del buey y del asno que nos interrogan: mi pueblo carece de inteligencia, ¿no comprendes tú la voz de tu Señor? Cuando nosotros colocamos las figuras que nos son familiares en el pesebre, debemos pedir a Dios que otorgue a nuestros corazones aquella simplicidad o sencillez que sabe descubrir en el niño al Señor, tal como lo hizo, en tiempos, Francisco en Greccio.
Entonces
nos podría ocurrir lo que nos cuenta Celano, con unas palabras muy
similares a las de san Lucas acerca de los pastores de la primera
nochebuena (Lc 2,20), sobre los que participaron en la celebración de
Greccio: todos regresaban a sus casas llenos de alegría. [10]
("El rostro de Dios", Ediciones Sigueme, Salamanca 1983, 19-25)
Notas
[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los magnesios, 3,1.
[2]
B. Reicke, Jatresfeier und Zeitenwende im Judentam und ChristentUm der
Antike: TThQ 150 (1970) 321- 334. Las perspectivas de este articulo que
echa por tierra el consenso habido hasta ahora de los investigadores
sobre el origen de la navidad y de la epifanía, parece que apenas han
conseguido acceso en el campo de la ciencia litúrgica.
[3] II Cel 151, 199.
[4] I Cel 30, 84.
[5] I Cel 30, 86.
[6] Cf. J. Ratzinger, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1981.
[7]
En España y en los países de nuestra cultura, decimos «el buey y la
mula» en vez de «el buey y el asno». Esto hay que tenerlo en cuenta muy
particularmente en las alusiones que se hacen a la Biblia, que no se
ajustan a la «mula», sino al «asno» y en lo que dirá más adelante Mons.
Albino luego Juan Pablo I (N. del T.)
[8] I Cel 30, 84.
[9] J. Ziegler.
[10] I Ce130, 86
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