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Cuentan las gentes de la tierra de Lara en Burgos, pero también viejas crónicas, que el monasterio de San Pedro de Arlanza tiene su origen en una curiosa historia que le sucedió al buen conde Fernán González. Se hallaba éste reuniendo a sus mesnadas en aquella comarca burgalesa para ir a combatir contra los moros cuando, mientras el ejército terminaba de juntarse, salió a cazar al monte con unos pocos de los suyos. Y es que venían de diferentes partes y aldeas todos los que podían traerse una lanza y un caballo de modo que formar una tropa de castellanos era algo que llevaba algún tiempo y requería un punto al que llegar.
Pues cazando iba el conde y de pronto cruzó, corriendo delante de él como un diablo de pelo hirsuto a cuatro patas, un enorme jabalí de retorcidos colmillos. Corrió veloz el puerco montés y no menos Fernán González. Tanto y tan rápido cabalgó que dejó muy atrás a sus acompañantes. Y cuando estaba siguiéndolo llegó un momento en que ya no veía al jabalí, porque la mucha espesura de aquella parte del bosque se lo impedía. Consiguió el conde salir a un claro por fin y se encontró a la puerta de una vieja ermita que estaba casi toda ella cubierta de hiedra. Bajó de su montura y entro en la iglesuca para orar y reposar un poco. Pero, cuando se acercaba al altar vio que allí mismo estaba hozando el jabalí y esto le maravilló tanto que Fernán González decidió perdonarla la vida. Volvió a abrir el conde la puerta y salió al prado de delante el inmerso puerco, andando tranquilo como un perrillo tras él.
En eso aparecieron tres monjes que vivían juntos en lugar tan reducido y como humilde, y uno de ellos, de nombre Pelayo, se llegó hasta donde estaba el conde preguntándole quién era.
Y al saber que aquel era Fernán González, del cual los juglares cantaban tantas prodigiosas hazañas, le pidió que aceptara ser su huésped esa noche lo que al conde, que necesitaba reposo ante la jornada de guerra que se le anunciaba, le pareció bien. Hablaron mucho durante la frugal cena, sólo compuesta de las legumbres que los propios monjes cultivaban en su huerto. Y Pelayo, que era un medio santo al que iluminaban sus frecuentes visiones, le dijo a Fernán González que no tuviera cuidado por los enemigos a los que iba a enfrentarse, pues los vencería con la ayuda de Dios.
- Tus hombres se encuentran ahora mismo desanimados porque no saben de ti, y temen que estés muerto o preso, pero cuando aparezcas se renovarán sus ánimos e irán con gran esfuerzo y alegría a la batalla. Habrá cinco moros por cada uno de los nuestros pero eso no os hará desfallecer. El combate será duro. Los moros harán gran algarabía de trompetas, añafiles y tambores pero de nada habrá de servirles. Y parecerá incluso que en un momento tenéis que ceder ante el enemigo, pero las nubes se arremolinarán sobre los combatientes en forma de un jabalí y un caballero que lo persigue y habrá entonces una señal de luz en el cielo que cegará a los moros y saldréis victoriosos. Cuando tengáis el campo vencido hallaréis en el real tanto oro, plata, joyas, armas y ricos ropajes que todos tus soldados se convertirán desde ese momento en hombres ricos.
- Fray Pelayo, si es así no olvidaré lo que ahora estamos hablando. Y he de agradeceros vuestra profecía.
Y así fue todo como Pelayo lo había predicho. De modo que cuando Fernán González hubo vencido a Almanzor y sus huestes, envió al monje buena parte del oro y la plata que había conseguido en el campamento del enemigo para que Pelayo y sus compañeros hiciesen un monasterio, que es el de San Pedro de Arlanza.
Son muchas las leyendas sobre Fernán González, el personaje providencial que consigue finalmente convertir en realidad lo que parecía un sentir creciente de los castellanos desde que aparecieran en la historia como Condado tutelado por el reino de León: la independencia de aquellos reyes asturleoneses que eran también sus señores. El episodio que recojo aquí concede un sentido profético o de misión sobrenatural a la lucha del conde contra los moros y aparece al inicio de La Crónica del noble cavallero el Conde Fernán Gonçáles, con la muerte de los siete infantes de Lara, según edición burgalesa de Fadrique de Basilea en 1516. Es esta una obra que, en lo que toca a la leyenda del conde, recopila los mismos pasajes fundamentales que ya se hallaban en la primera reelaboración literaria de las andanzas del héroe a mediados del siglo XIII: el Poema de Fernán González.
El tema del cazador que, persiguiendo a un jabalí, extravía su camino y vive la experiencia de un encuentro casi místico a través del cual le es vaticinado su destino, lo encontramos en otros relatos legendarios, como los franceses del conde Partinuplés, señor de Bles, que –de acuerdo con su fabulosa historia- llegaría a ser emperador de Constantinopla (Biblioteca Castro, Vol. I. 1995: 317 - 414). Al emperador Justiniano, precisamente, se le atribuye un suceso parecido, cuando perseguía unas gacelas en Sardanay o Saydanaya (Siria) y ve a la Virgen María sobre una roca en donde, después, mandará construir una iglesia (García de Diego 1958: 76-79).
Otro elemento en común de La Crónica con el Poema es el del precio del caballo y del azor del conde que habría de pagarle el rey de León y que, al aumentar día a día, termina siendo la estratagema que permite la liberación de Castilla. Constituye éste uno de los motivos más famosos de la leyenda de Fernán González que, de manera parecida, también aflora en los relatos fundacionales de otros pueblos, pero no es menos simbólico y sí más misterioso el que aquí presento, hablándonos de carácter casi sobrenatural de la empresa que llevará a cabo el personaje: vencer a los moros, por un lado, y lograr la independencia de los castellanos, por otro.
Los romanos sirvieron para popularizar los aspectos más significativos de la leyenda como el del precio desorbitado que, incluso, para el rey de León, alcanzarían el azor y el caballo del conde. Así se refleja este episodio en una versión recopilada dentro de la Primera parte de la Silva de varios romances, editada en Zaragoza en 1550:
Pues cazando iba el conde y de pronto cruzó, corriendo delante de él como un diablo de pelo hirsuto a cuatro patas, un enorme jabalí de retorcidos colmillos. Corrió veloz el puerco montés y no menos Fernán González. Tanto y tan rápido cabalgó que dejó muy atrás a sus acompañantes. Y cuando estaba siguiéndolo llegó un momento en que ya no veía al jabalí, porque la mucha espesura de aquella parte del bosque se lo impedía. Consiguió el conde salir a un claro por fin y se encontró a la puerta de una vieja ermita que estaba casi toda ella cubierta de hiedra. Bajó de su montura y entro en la iglesuca para orar y reposar un poco. Pero, cuando se acercaba al altar vio que allí mismo estaba hozando el jabalí y esto le maravilló tanto que Fernán González decidió perdonarla la vida. Volvió a abrir el conde la puerta y salió al prado de delante el inmerso puerco, andando tranquilo como un perrillo tras él.
En eso aparecieron tres monjes que vivían juntos en lugar tan reducido y como humilde, y uno de ellos, de nombre Pelayo, se llegó hasta donde estaba el conde preguntándole quién era.
Y al saber que aquel era Fernán González, del cual los juglares cantaban tantas prodigiosas hazañas, le pidió que aceptara ser su huésped esa noche lo que al conde, que necesitaba reposo ante la jornada de guerra que se le anunciaba, le pareció bien. Hablaron mucho durante la frugal cena, sólo compuesta de las legumbres que los propios monjes cultivaban en su huerto. Y Pelayo, que era un medio santo al que iluminaban sus frecuentes visiones, le dijo a Fernán González que no tuviera cuidado por los enemigos a los que iba a enfrentarse, pues los vencería con la ayuda de Dios.
- Tus hombres se encuentran ahora mismo desanimados porque no saben de ti, y temen que estés muerto o preso, pero cuando aparezcas se renovarán sus ánimos e irán con gran esfuerzo y alegría a la batalla. Habrá cinco moros por cada uno de los nuestros pero eso no os hará desfallecer. El combate será duro. Los moros harán gran algarabía de trompetas, añafiles y tambores pero de nada habrá de servirles. Y parecerá incluso que en un momento tenéis que ceder ante el enemigo, pero las nubes se arremolinarán sobre los combatientes en forma de un jabalí y un caballero que lo persigue y habrá entonces una señal de luz en el cielo que cegará a los moros y saldréis victoriosos. Cuando tengáis el campo vencido hallaréis en el real tanto oro, plata, joyas, armas y ricos ropajes que todos tus soldados se convertirán desde ese momento en hombres ricos.
- Fray Pelayo, si es así no olvidaré lo que ahora estamos hablando. Y he de agradeceros vuestra profecía.
Y así fue todo como Pelayo lo había predicho. De modo que cuando Fernán González hubo vencido a Almanzor y sus huestes, envió al monje buena parte del oro y la plata que había conseguido en el campamento del enemigo para que Pelayo y sus compañeros hiciesen un monasterio, que es el de San Pedro de Arlanza.
Son muchas las leyendas sobre Fernán González, el personaje providencial que consigue finalmente convertir en realidad lo que parecía un sentir creciente de los castellanos desde que aparecieran en la historia como Condado tutelado por el reino de León: la independencia de aquellos reyes asturleoneses que eran también sus señores. El episodio que recojo aquí concede un sentido profético o de misión sobrenatural a la lucha del conde contra los moros y aparece al inicio de La Crónica del noble cavallero el Conde Fernán Gonçáles, con la muerte de los siete infantes de Lara, según edición burgalesa de Fadrique de Basilea en 1516. Es esta una obra que, en lo que toca a la leyenda del conde, recopila los mismos pasajes fundamentales que ya se hallaban en la primera reelaboración literaria de las andanzas del héroe a mediados del siglo XIII: el Poema de Fernán González.
El tema del cazador que, persiguiendo a un jabalí, extravía su camino y vive la experiencia de un encuentro casi místico a través del cual le es vaticinado su destino, lo encontramos en otros relatos legendarios, como los franceses del conde Partinuplés, señor de Bles, que –de acuerdo con su fabulosa historia- llegaría a ser emperador de Constantinopla (Biblioteca Castro, Vol. I. 1995: 317 - 414). Al emperador Justiniano, precisamente, se le atribuye un suceso parecido, cuando perseguía unas gacelas en Sardanay o Saydanaya (Siria) y ve a la Virgen María sobre una roca en donde, después, mandará construir una iglesia (García de Diego 1958: 76-79).
Otro elemento en común de La Crónica con el Poema es el del precio del caballo y del azor del conde que habría de pagarle el rey de León y que, al aumentar día a día, termina siendo la estratagema que permite la liberación de Castilla. Constituye éste uno de los motivos más famosos de la leyenda de Fernán González que, de manera parecida, también aflora en los relatos fundacionales de otros pueblos, pero no es menos simbólico y sí más misterioso el que aquí presento, hablándonos de carácter casi sobrenatural de la empresa que llevará a cabo el personaje: vencer a los moros, por un lado, y lograr la independencia de los castellanos, por otro.
Los romanos sirvieron para popularizar los aspectos más significativos de la leyenda como el del precio desorbitado que, incluso, para el rey de León, alcanzarían el azor y el caballo del conde. Así se refleja este episodio en una versión recopilada dentro de la Primera parte de la Silva de varios romances, editada en Zaragoza en 1550:
Enviado ha de decir al rey, / que pues tan bien lo ha mirado,
que le mandase pagar/ la del azor y el caballo,
si no, que lo pediría/ con la espada en la mano.
Todo por el rey sabido/ su consejo ha tomado;
sumaba tanto la paga, / que no pudo numerallo;
así que todo bien visto/ fue por el rey acordado
de le soltar el tributo/ que el conde le era obligado.
De esta manera el buen conde/ a Castilla ha libertado.
(Menéndez Pelayo, Antología de poetas líricos castellanos,
Vol. VIII, 1945: 109).
que le mandase pagar/ la del azor y el caballo,
si no, que lo pediría/ con la espada en la mano.
Todo por el rey sabido/ su consejo ha tomado;
sumaba tanto la paga, / que no pudo numerallo;
así que todo bien visto/ fue por el rey acordado
de le soltar el tributo/ que el conde le era obligado.
De esta manera el buen conde/ a Castilla ha libertado.
(Menéndez Pelayo, Antología de poetas líricos castellanos,
Vol. VIII, 1945: 109).
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