Blog del Profesorado de Religión Católica: CURRO, Er quinto rey mago

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lunes, 21 de diciembre de 2009

CURRO, Er quinto rey mago



Había una vez, en una ciudad antiguamente llamada Málaga, un niño enfermo. Ya había caído la noche y, como cada noche, el miedo a la oscuridad y a los horripilantes seres que poblaban el dormitorio junto a ella se adueñaba del pequeño. Sin embargo, siempre había un sonido, limpio, claro, escaleras arriba, que hacía huir a los monstruos: toc, toc, toc. El sonido del bastón del abuelo. El niño asomaba la cabeza por entre las mantas, esperando con impaciencia que se abriera la puerta y aquella cabeza de pelo blanco, gorra de pana y profundas arrugas le sonriera.
- ¡Buenas noches, pequeño Francisco! -le dijo, con aquella voz ronca y pausada.
- ¡Hola, abuelo! -contestó, con el entusiasmo del que ve aparecer una luz tras las tinieblas, el
niño.
- Bueno, bueno, bueno. ¿Qué historia podemos vivir esta noche? ¿Te gustaría una de piratas, o de princesas en castillos encantados, o de corazones delatores, o quizás aquella de un joven llamado William Wilson...?
- No sé, abuelo. Elige tú -contestó el pequeño Francisco.
- Está bien. Te voy a contar la historia de un hombre sabio que vivió hace mucho, muchísimo tiempo en estas tierras, y cuya leyenda todavía pervive y es narrada generación tras generación. ¿Te parece bien?
- ¡Vaya, abuelo! Claro que sí. Cuenta esa historia, por favor -contestó el niño, impaciente.
- Está bien. ¿Por dónde empezamos? Supongo que habrá que comenzar por el principio. Así pues,

Había una vez un hombre sabio que vivía en una ciudad llamada Malaca. Su nombre era Curro. Un buen día, Curro vio en el cielo, mientras hacía las cabañuelas, algo que no había visto antes: una estrella que brillaba más que las demás. Fue entonces cuando descubrió que había pasado algo fuera de lo común en el mundo. Así que, sin más, se enfundó en su pelliza, se colocó su gorra, agarró su bastón, se colgó el zurrón y se puso en camino, a pesar de que su vecinos de Malaca le decían que cómo se le ocurría irse sin haber terminado de hacer las cabañuelas.
Recorrió a pie gran parte del Imperio Romano, descansando sólo para dormir y para canturrear algo por las tabernas del camino. En cada una de las ciudades y pueblos que atravesaba paraba en el bar, mesón o restaurante que encontrara más a las afueras y pedía pan, queso y una copa del mejor vino que tuvieran. Y, después de bebérselo muy poco a poco, decía:

- Quillo, ehte vino no eh er mehó que yo he probao, aunque ehtá gueno. Azín que zaca una cahita de maera o argo que ze puea tocá, que vamo a alegrá la cara de gahpashuelo cortao que tiene la hente en ehte bujío.  

Y aquello acababa en una fiesta: baile, cante y alegría rebosaban, y todos los que habían ido  a ahogar las penas en alcohol se encontraban al final disfrutando de un gozo que no comprendían,   pero que era maravilloso. Después siempre se quedaban hablando hasta las tantas de la mañana, de cada uno de ellos y de lo que esperaban de la vida, y Curro siempre acababa diciendo lo mismo: “voy ancá de una ehtrella nueva, que me paece a mí que va a cambialo tó”. Todos salían, ya al amanecer, diciendo que aquel día el bar había sido un lugar distinto, sin que supieran decir por qué. 

Curro, mientras tanto, había echado un sueñecito y, colocándose de nuevo su pelliza y su gorra,  blandiendo su bastón, zurrón a la espalda, se dirigía a la siguiente población, donde se repetía la  misma historia.


Pasaron los meses, y Curro llegó a Galilea, bordeando el Mediterráneo, navegando o caminando, o en la parte de atrás de los carros de mercancías, asombrado ante las impresionantes ciudades que encontraba y comparándolas con su Malaca, tan mal construida y tan pequeña. Y he aquí que, caminando una noche a la luz de la luna llena y de aquella extraña estrella, encontró unos  viajeros aún más extraños que él: se notaba que eran de oriente, e iban montados en unos animales  que Curro no había visto nunca. Se acercó a la comitiva, y preguntó a uno de ellos:
- Quillo: ¿me puéh decí qué claze de bisho eh éze en er que vah zubío?
- Oh -respondió el personaje al que le dirigía la pregunta-, es un camello. Nos dirigimos a donde nos guía esa estrella que ven en el cielo, la más grande. Nosotros también nos hemos encontrado por el camino, extraño amigo.
- ¿Eza ehtrella? Poh mira tú, yo vengo iguá, encalomao detrá. Ehtaba yo haciendo lah
cabañuelah, cuando la vi, y zalí a jopo tendío a vé ahónde ze paraba...


Y Curro le contó su historia. Se unió, pues, a aquellos sabios, y llegaron, como todo el
mundo sabe, a Jerusalén, donde hablaron con Herodes, aquel tío tan “pamplinah, tan malafollá y tan zimbergüenza”, según palabras de nuestro protagonista, que no dudó en decírselas a la cara al rey, cosa que molestó bastante al mandatario, viniendo de un personaje de una región que él no sabía ni que existiera, aunque, la verdad, no comprendió una palabra.


Llegaron, pues, a Belén de Judea, donde Curro dijo a los sabios de oriente que, según lo que él había ido descubriendo en la vida, “pa goberná ar mundo entero hay que tené doh zentíoh principaleh: er común, y er del humó, porque, zi no, de momento ze pone uno a mandá con cara de haberze zentao en una pita; y me zupongo que er tío que ha nacío va a goberná a to er mundo”. Y, dicho esto, se fue al monte, donde había visto luz, a buscar “un vino mehó”. 


De allí llegó poco rato después, corriendo a grandes zancadas, y gritando:
- ¡Maehtroh! ¡Qué chorra, illo! ¡Ze acabó el rengue, que ya he encontrao al rey der mundo!
¡Zentío del humó, qué cashondo! ¡Er chiquititillo con máh zentío del humó que yo he vihto! ¡Zi ha nacío en un corrá!


Así que, querido Francisco, ya sabes lo que pasó aquella noche: los sabios de oriente, más tarde llamados “Reyes Magos” por la tradición popular, llegaron al establo de Belén gracias a Curro; y Curro, que había probado todos los tipos de vino a lo largo del camino que le llevó a Belén para compararlos con el que llevaba en el zurrón, no encontró un vino mejor que el de su tierra, Malaca, que había tenido escondido durante todo el viaje y ofreció a María, a José, al niño, a los pastores y a todo el que quiso. Curro pasó un tiempo por allí, y se despidió de los sabios de oriente con un “No perdái puntá, que el maharón del rey debe ehtá mú enritao”. Y después de muchas aventuras en aquellas tierras, volvió a su pequeña ciudad, a anunciar, antes de que llegaran los primeros discípulos, que había encontrado al Salvador. ¿Y te acuerdas de aquella boda que hubo en Caná de Galilea, cuando el Señor convirtió el agua en vino? Pues aquellas seis tinajas se volvieron el mejor vino que había probado nunca la familia de Jesús: vino de Malaca, el mismo que aquella noche alegró los corazones de las afueras de Belén.


Llamas, J.M.

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