La Constitución
Española no puede ser más clara ni coherente: “Los Poderes Públicos tienen el
deber de garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos
reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones” (art. 27.3).
Estas palabras se refieren a todos los padres, sean
de la religión que sean. Como es lógico, contemplan también a los padres católicos.
Más aún, los contemplan de una manera especial, porque ellos eran la mayoría
cuando se votó y aprobó la Constitución y ellos siguen siendo mayoría en este
momento. Aquí se fundamenta lo establecido en los Acuerdos Iglesia-Estado,
cuando afirman que la enseñanza de la Religión y Moral Católicas deben
impartirse en todos los centros de enseñanza “en condiciones equiparables a las
demás disciplinas fundamentales” (art.1 y IV).
Este
derecho de los padres católicos, primeros y últimos responsables de la educación
religiosa y moral de sus hijos, incluye el derecho a que desde otras
asignaturas o actividades no se imparta a los hijos una enseñanza contraria a la formación religiosa y moral que
los padres han solicitado. En el supuesto de que este derecho no se respetara,
los padres podrían recurrir a la autoridad competente y exigir
responsabilidades. En el fondo se trata de hacer respetar un derecho
fundamental de la persona humana: el de la “libertad religiosa”. Una libertad
que es mucho más que la mera “libertad de culto”, pues incluye, además de ésta,
el derecho a proyectar sus creencias en todas las actividades –públicas y
privadas- sin que nadie ponga ningún obstáculo físico o moral.
Hace
unos años se publicó una carta de un conocido socialista francés, al que su
hijo, a quien él había educado con una visión atea de la vida, le pedía su
consentimiento para no asistir a las clases de religión. Su respuesta fue ésta:
“No te dispenso ni dispensaré nunca de ella. Porque quiero que seas un
ciudadano francés capaz de comprender nuestra cultura y puedas leer y entender
las grandes obras de ciencia y arte de Francia y Europa desde el final del
Imperio Romano hasta hoy”.
No
cabe duda de que este padre procedía con mucho sentido común. Cerrarse, en
efecto, al conocimiento de la religión católica es cerrarse a la lectura y
comprensión de hombres tan eminentes como san Agustín, la Divina Comedia, santa
Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, El Quijote y tantas obras de literatura.
¿Quién puede acercarse de verdad a nuestra Catedral y a cualquiera de las del
Camino de Santiago, a nuestros grandes museos de arte, y a tantas joyas artísticas
que nacieron para expresar una idea religiosa católica si ignora las grandes
verdades de esta religión?
Sin
embargo, no es lo cultural lo más importante. Lo decisivo es que la religión
católica ofrece el conocimiento de Jesucristo como Maestro que nos lleva a
Dios, como Maestro de la Verdad y como Maestro de la vida. Jesucristo –con su
Evangelio, su ejemplo y sus mandamientos- es siempre el camino más seguro para
desembocar en una felicidad plena y duradera. Jesucristo es también la Palabra
de la Verdad, que es la exigencia más profunda del espíritu humano y de la que
los jóvenes tienen verdadera hambre, y da respuesta a todos los interrogantes
del corazón humano. Así mismo, Jesucristo es el único que da el valor y la
alegría de vivir.
Por ello, los padres católicos han
de acercarse ya a los centros donde sus hijos cursarán los estudios el próximo
curso y pedir que sean inscritos en la asignatura de religión católica. Es la
opción más coherente que pueden hacer de acuerdo con su fe y el mejor regalo
que pueden hacer a sus hijos. Ante la crisis que nos ahoga y la corrupción que
nos asfixia cada día es más claro que el mejor dique de contención es una seria
formación en doctrina y moral católicas.
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