Blog del Profesorado de Religión Católica: Nuevos artículos de Javier Úbeda Ibáñez: libertad religiosa y monopolio del derecho a la educación

miércoles, 12 de julio de 2023

Nuevos artículos de Javier Úbeda Ibáñez: libertad religiosa y monopolio del derecho a la educación

 No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder

Javier Úbeda Ibáñez

 No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.

Si el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado. La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y principal de la cultura.

Y lo peor es que la víctima de todo es el niño, el joven.

Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza.

La libertad de enseñanza, como derecho natural que es, debe ser respetada en cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.

Por eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de comunicación, de palabra.

 

Una cosa es la igualdad de oportunidades y otra la tesis de que el Estado tiene el monopolio del derecho a la educación

 Javier Úbeda Ibáñez

No faltan quienes en materia educativa reducen todo al principio de la igualdad de oportunidades, es decir, a algo que esencialmente nadie niega en el momento presente. Pero una cosa es la igualdad de oportunidades y otra la tesis de que el Estado tiene el monopolio del derecho a la educación. Tal monopolio no se justifica por la mencionada igualdad. Porque la obligación de hacer posible que todos los ciudadanos se eduquen —una obligación del Estado, sin duda alguna— no autoriza a afirmar que todos los centros educativos hayan de ser estatales. Para resolver los problemas económicos implícitos en el derecho de todos los ciudadanos a ser educados, no hace ninguna falta que sean instituciones estatales los centros de educación.

Libertad religiosa

 Javier Úbeda Ibáñez

 Como afirma Gabrio Lombardi (jurista, político y profesor italiano), «fue el propio cristianismo quien puso la libertad religiosa como cimiento de la civilización fundada sobre la afirmación de la existencia de un ámbito en el cual el poder político no tiene derecho a entrar: la conciencia de la persona».

La declaración Dignitatis humanae (07.XII.1965), la declaración fundamental del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, en su n. 2 nos da el sentido esencial del concepto: «Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil».

San Juan Pablo II, en el n. 47 de su carta encíclica Centesimus annus, dice que «fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona».

El Papa san Juan Pablo II recuerda que la libertad religiosa es un derecho, el primero de los derechos humanos, fundado sobre la dignidad del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios: Un derecho… «en función de un deber. Más aún como afirmó muchas veces mi predecesor Pablo VI (hoy, san Pablo VI), es el más fundamental de los derechos en función del primero de los deberes, como es el deber de moverse hacia Dios en la luz de la verdad con aquel movimiento del espíritu que es el amor, movimiento que se enciende y se alimenta solamente con aquella luz».

«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a este, alcance la plena y bienaventurada perfección» (constitución pastoral Gaudium et spes, n. 17).

«Ciertamente, la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es solo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos» (carta encíclica Redemptor hominis, n. 17).

«Puesto que el bien común de la sociedad, que es el conjunto de las condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, se asienta sobre todo en la observancia de los derechos y deberes de la persona humana, la protección del derecho a la libertad religiosa concierne a los ciudadanos, a las autoridades civiles, a la Iglesia y demás comunidades religiosas, según la índole peculiar de cada una de ellas, teniendo en cuenta su respectiva obligación para con el bien común» (declaración Dignitatis humanae, n. 6).

La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2.1 establece que «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (…) religión». El artículo 18, además, indica que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia». El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.

Como hemos recordado en el párrafo anterior, la misma Declaración Universal afirma que la libertad religiosa «incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia»; además, varios documentos internacionales se han expresado en el mismo sentido. A este propósito, deseamos mencionar aquí el Comentario General 22 del Comité de Derechos Humanos, relativo al artículo 18 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en el cual está escrito: «La libertad de tener o de adoptar una religión o un credo incluye necesariamente la libertad de elegir una religión o un credo y de sustituir aquel en el que actualmente se cree por otro, o asumir una concepción atea». Hemos elegido este documento porque interpreta auténticamente el artículo 18 y tiene valor vinculante para los Estados partes de dicho Pacto.

El derecho a la libertad religiosa es uno de los pocos derechos que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) considera inderogables incluso «en tiempo de emergencia pública que amenace la supervivencia de la nación».

Ningún texto internacional moderno presta tanto énfasis y concede tanto relieve como el Acta Final de Helsinki a la libertad religiosa. Según dicha Acta, elaborada por la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa y aprobada en la capital finlandesa en 1975, en el «Decálogo de los Principios que deben regir las relaciones entre los Estados», que tras muy trabajosa elaboración llegaría a ser el decálogo de la distensión durante la segunda mitad de la Guerra Fría, figura de manera destacada el número VII, cuyo título y texto lo dice todo:

«Respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia. Los Estados participantes respetarán los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, incluyendo la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia, sin distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión. Promoverán y fomentarán el ejercicio efectivo de los derechos y libertades civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y otros derechos y libertades, todos los cuales derivan de la dignidad inherente a la persona humana y son esenciales para su libre y pleno desarrollo. En este contexto, los Estados participantes reconocerán y respetarán la libertad de la persona de profesar y practicar, individualmente o en comunidad con otros, su religión o creencia, actuando de acuerdo con los dictados de su propia conciencia. Los Estados participantes en cuyo territorio existan minorías nacionales respetarán el derecho de los individuos pertenecientes a tales minorías a la igualdad ante la ley, les proporcionarán la plena oportunidad para el goce real de los derechos humanos y las libertades fundamentales y, de esta manera, protegerán los legítimos intereses de aquellos en esta esfera. Los Estados participantes reconocen el valor universal de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, cuyo respeto es un factor esencial de la paz, la justicia y el bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de cooperación tanto entre ellos como entre todos los Estados. Respetarán constantemente estos derechos y libertades en sus relaciones mutuas y procurarán promover, conjuntamente y por separado, inclusive en cooperación con las Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo de los mismos.

»Confirman el derecho de la persona a conocer y poner en práctica sus derechos y obligaciones en este terreno. En el campo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, los Estados participantes actuarán de conformidad con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y con la Declaración Universal de Derechos Humanos. Cumplirán también sus obligaciones tal como han sido definidas en los pertinentes acuerdos y declaraciones internacionales en este terreno, incluyendo entre otros los Pactos Internacionales de Derechos Humanos».

Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión —y de otros derechos— se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.

Por ambas fuentes —la eclesiástica y la civil— vemos que el papel del Estado en la libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia.

Ya se ve que el Estado debe garantizar, no reprimir ni menos aún obligar a recluir la religión al ámbito de lo privado. Cualquier prohibición —de hecho o de derecho— de las manifestaciones externas de la religión se debe considerar contraria a la letra de la Declaración de los Derechos Humanos. Como se ve, difícilmente se pueden justificar a la luz de la Declaración de los Derechos Humanos una actitud del Estado en que se prohíba el uso de signos distintivos de una religión, como el crucifijo o el velo en las mujeres musulmanas. También se pueden considerar protegidas por el derecho a la libertad religiosa otras manifestaciones, como la difusión de la propia religión ante otras personas, la propaganda siempre que sea respetuosa, o las manifestaciones colectivas como las procesiones, peregrinaciones y similares. El Estado que garantice a sus ciudadanos el ejercicio de la religión en todas sus manifestaciones sigue siendo, por ello, plenamente independiente de la influencia religiosa.

El Estado está llamado a reconocer, defender y promover de modo real el ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, cuidando del bien común y resistiendo a la tentación de utilizar sus muchos instrumentos para favorecer intereses particulares o, mucho peor, para coartar la libertad y los derechos de muchos imponiendo unilateralmente la ideología de un determinado grupo social, por ejemplo, el agnosticismo o el laicismo.

El derecho a la libertad religiosa (se funda en la misma naturaleza de la persona) es un bien precioso e indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y para la consecución del bien común de la sociedad. Pertenece ya al patrimonio ético y jurídico de la humanidad como uno de sus elementos fundamentales e irrenunciables.

La libertad religiosa es un componente imprescindible del respeto a la libertad.

No hay libertad que valga si no comienza por reconocer aquella que está más directamente relacionada con las primeras y últimas creencias del ser humano. Que naturalmente incluye la libertad del ateo o del agnóstico.

Al reclamar la libertad religiosa es necesario hacerlo de manera igual para todos, sin distinción de credo o afiliación. Es más, la libertad religiosa, como la libertad sin más, saldrá muy beneficiada si su respeto es exigido por parte de todos con respecto a todos.

Hoy el hombre es menos libre a la hora de profesar un credo tanto en lo privado como en lo público.

La libertad religiosa no es un lujo sino una condición para la democracia.

En Occidente la libertad religiosa se ve hoy limitada a menudo por imposiciones basadas en leyes antidiscriminación o exigencias, a cambio de financiación pública, que impiden a las instituciones o a las personas actuar de acuerdo con sus convicciones. El cardenal George Pell recordó en una conferencia dictada en la universidad australiana de Notre Dame que la libertad religiosa no es una «concesión» del Estado.

Como dijo el Papa Benedicto XVI en 2011, «la Iglesia no busca privilegios, ni pretende interferir en ámbitos que no son de su competencia. Todo lo que pedimos es desempeñar nuestra misión con libertad». En el fondo, en esto consiste la libertad religiosa.

 

Fuente: vía email.

 

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