Hace algunos días caminaba tranquilamente por el centro de Barcelona
Era una concurrida mañana de otoño avanzado, uno de esos días en que
la humedad de la ciudad penetra insondablemente hasta los huesos y te
deja tiritando. Después de sortear a las decenas de turistas que me
asaltaban a preguntas preferí adentrarme por las calles del Barrio
Gótico, acaso idealizando toparme con la Barcelona real, la que detesta
el Matrix de diseño, la menos urbana, la nada trendy, la que sueña cada
mañana con despertar y la que sin bambalinas de por medio aspira con
llegar a fin de mes. Llego a una calle en la que despunta notablemente
un restaurante de lujo con camareros asiáticos. Me detengo brevemente
ante su impresionante entrada. Algunos de sus exclusivos clientes están a
punto de sentarse a la mesa bajo una grandilocuente y luminosa
bovedilla de cristal a punto de degustar platos de impronunciable
nombre, que revisten su grandeza en la complicación de la pronunciación.
Sin embargo, a pesar de lo que pudiera parecer, tan discutible belleza
me deja indiferente.
Y así, entre caminatas por las calles judías que aún contienen trazas
de un tiempo de esplendor y de creatividad, entre edificios de piedra,
ladrillo, adobe y madera, entre ilusiones que acababan siendo cómplices
de los pasos que sonaban con fuerza por las calles empedradas, me topé
con una multitud que, sin ellos saberlo, iba a cambiar por completo la
fisionomía prenavideña de aquel sábado gélido. De repente, como si de
alguna argucia del destino se tratase, aquella mañana me dibujó la
ciudad que subyace tras esa fachada de diseño prominente, la que nos
incomoda por su fiereza, la inexistente para muchos, la única para
otros, la que se esconde detrás de luces de Navidad y de pistas de
hielo, la que demuestra el fracaso colectivo como sociedad, la que lleva
en su faz la tragedia, la que permite a otros reinventar su vida. Pero
allí estaban. Colas de personas haciendo tiempo sentados en el suelo,
algunos con carritos con múltiples objetos, caras devastadas por mañanas
sin trabajo y sueños interrumpidos, madres con sus hijos esperando
turno pausadamente en aquel comedor social esperando a ser atendidas.
Mujeres de edad avanzada que, después de toda una vida trabajando y
cotizando se mofaban con palabras entrecortadas del estado del
bienestar, de los escándalos de la Familia Real mientras malviven con
una mísera pensión y cuya única vía de escape para no vivir bajo el
umbral de la pobreza es la caridad de la Iglesia Católica, Cáritas u
otras entidades sociales.
Miro a toda la gente que está en las colas intentando entrar,
buscando su plato de comida caliente. Y me siento desconcertado. Uno
solía pensar que esas gentes que duermen en los cajeros, que esperan en
las Iglesias o en los comedores con sus carritos roídos y viejos,
sentados en los bancos de los parques o en algún albergue eran los
parias alcohólicos o toxicómanos, personas marginales e incapaces de
integrarse en la sociedad. Pero no es así. Las estadísticas y sus
miradas me rebaten estos dogmas de carácter popular. Algunos de los que
allí estaban tienen estudios universitarios. Otros de ellos trabajaban,
aunque sus empleos son precarios e inestables y necesitan acudir allí
para poder pagar la hipoteca. Muchos de ellos acuden víctimas de una
crisis que muchos pronosticaron y que la falta de enfoque ha agravado
hasta niveles vergonzantes. Y los menos, mendigaban para obtener algún
dinero. ¿Cómo han llegado entonces hasta ahí, hasta esa situación de
abandono y soledad? ¿Cómo puede su subsistencia estar en manos del amor
de los demás? Me seco las lágrimas e intento buscar respuestas. Necesito
respuestas para entender lo inexplicable. Pero siento que no hay
respuesta.
Quiero creer, supongo que como todos, que yo de ningún modo podría
ser uno de ellos. Pero, ¿estoy convencido de ello? ¿Cuál hubiera sido mi
destino, si mi pareja no fuese el ser tan maravilloso que es, si mi
familia no fuera tan extraordinaria, si alguien hubiera querido
destruirme hasta verme en la miseria, si mis amigos no fuesen el regalo
de la vida que son, si no hubiera tenido la suerte que he tenido? ¿Quién
puede asegurarme que algún día no formaré parte de esos trescientos mil
hogares sin ningún ingreso, una pobreza relativa del 20,8% y de esas
800.000 personas haciendo cola en los comedores sociales para poder
subsistir?
Pero entretanto, mientras sigo buscando respuestas, la vida sigue. La
vida siempre sigue. Esa vida ciega y pertinaz que pese al desastre,
consigue que cientos de voluntarios se dejen la piel para servir comida a
tantas personas denostadas por la crisis. Ellos son los héroes anónimos
de esta crisis. Quienes se han remangado para atender a los más débiles
o resolver dramas de familias en paro de las cada vez más castigadas
clases medias. Ellos, los héroes, los cerca de 70.000 voluntarios de
Cáritas que trabajan gratis, como arquetipos de modernos samaritanos
laicos. Ellos, jóvenes que desafían a los sempiternos mitos que la
sociedad vierte sobre ellos. Ellos, los que creen que es necesario y
vale la pena construir un mundo más justo. Ellos, que creen que se deben
atender las necesidades de las personas que están en una situación más
vulnerable. Ellos, que son el paradigma más fehaciente de que la
solidaridad no radica en dar aquello que nos sobra sino en compartir lo
que somos y lo que tenemos. Ellos, los que ponen su sonrisa ante la
negatividad. Ellos que son el lado bueno de la crisis. Ellos son el fiel
reflejo de la vida bella y solidaria. Ellos que nos enseñan cada día
que ni en el peor de los momentos podemos perder la confianza en la
fuerza imparable de la vida. Para ellos, mi homenaje.
Fuente: http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/78293/los-heroes-anonimos-de-la-crisis
Sí, es cierto, basta abrir los ojos y darse cuenta de lo que esta ocurriendo a nuestro alrededor,...La crisis también es un forma como Dios nos está "tocando" y evangelizando,...Un saludo desde Tenerife,...Marcelo
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